“Escritor de éxito”. Saboreó aquella expresión cuando su editor se la mandó, desde un periódico de tirada nacional, de esos que todavía se editan en papel.
Se refiere a mí – le dijo al gato, que estaba plácidamente tumbado en su mesa de trabajo, mirando los coches que pasaban por su calle.
Su casa sonaba vacía, triste, retumbaba. Si prestaba atención, podría escuchar las conversaciones que tenían lugar en la calle, una nublada mañana de marzo. Juraría que era martes.
Nuestro escritor de éxito se dirigió a la ducha, se aseó y se dispuso a salir a caminar un poco. Tuvo un pensamiento fugaz y engreído, sobre si alguna persona le reconocería por la calle y quería hacerse una foto, un famoso selfie, con él. Puede que el par de novelas que tenía publicadas no valiesen para tanto. La idea de la fotografía fue desechada con rapidez y por ello, no se molestó en peinarse.
No cogió el paraguas. Claro que no, los escritores de éxito van en taxi. ¿O creéis que Truman Capote se movía por ahí usando las piernas?
Paró un coche en la esquina de su calle y le indicó al conductor que le llevase a la editorial responsable de su éxito. En apenas cuarto de hora, se personó en la puerta de su editor, quien estaba hablando por teléfono con alguien que parecía más importante que él. Le indicó con gestos apresurados que se sentase en una silla vacía. En la otra solo había manuscritos.
El famoso e influyente escritor esperó un par de minutos a que Jaime diese por finalizada su conversación acerca de cifras y facturas.
- ¡El chico guapo de la literatura! ¿Has recibido mi correo electrónico?
- ¿El de los elogios? – rio el autor.
- Sí, claro… ¿No has llegado a la letra pequeña? – preguntó el editor con curiosidad y un ápice de ironía.
- Excusez-moi?
- ¡Estos críos…! Lo de leer entre líneas se os da fatal… ¿Crees que con lo que llevas es suficiente? ¡Tienes que seguir escribiendo y sorprendiendo! ¡Un par de libros los puede hacer cualquiera!
- ¿Entonces por qué no los haces tú, estúpido? – dijo el escritor, tirando la silla al suelo y saliendo de un portazo.
Bajó varios tramos de escaleras como una exhalación y respiró como si se fuese a morir al llegar a la calle. La cabeza le daba vueltas; tonto, tonto, tonto, tonto…
Giró a la derecha y se encontró con una librería de segunda mano a la que entró sin perder un segundo, para refugiarse de la mierda que le mareaba dentro de su caos mental. Dio los buenos días al señor canoso con gafas que leía el periódico tras el mostrador y se puso a curiosear. Oscar Wilde, George Orwell, Lovecraft, Stephen King, Jane Austen… Los había leído a todos, pero no podía afirmar que la situación fuese recíproca. No se veía en las estanterías de alguien más que su propia familia en treinta, cincuenta o incluso cien años. No podía siquiera imaginar una reedición de sus noveluchas.
Al ir a curiosear por unas ediciones antiguas, se chocó con una estantería mal colocada. Mientras se frotaba el hombro para distraerse del dolor punzante que le había causado la madera, atisbó una chica que leía distraída en un sillón a un autor cuyo nombre no le sonaba de nada. Llevaba un vestido suelto de color lila y un par de pulseras doradas, a juego con sus gafas. Las uñas mal pintadas, unas zapatillas demasiado gastadas y una mochila de cuero con pinta de haber sobrevivido una guerra. O dos.
Le pareció tan guapa que creyó estar soñando.
Sus pies le empujaron a acercarse a ella y a sentarse a su lado. El ángel le miró con curiosidad, como quien ve por primera vez una obra de Joan Miró. Cerró el libro usando el dedo índice como punto de lectura.
- Todavía no lo sé – le dijo ella, metiéndose el pelo suelto tras una oreja.
- Yo también escribo.
- Yo también – le replicó ella, con una mirada que parecía abrirle un mundo de nuevas posibilidades.
- No te conozco.
- Ni yo a ti – rio ella con inocencia.
- ¿Y eso no te molesta? ¿Que alguien no sepa que te dedicas a escribir?
- Claro que no. Eso significa que sigo siendo un misterio – le dijo ella mientras le guiñaba un ojo, cogía la mochila y salía de la librería.
Aquella breve conversación había hecho que le temblasen las piernas. Un misterio… Y tanto. También le hizo pensar en que ser solo un número, un nombre o un cóctel un sábado por la noche no tenía tanta importancia.
Su editor tenía razón, a pesar de aquellas maneras horribles de hablarle. Había que seguir.
Corrió como un loco fuera de la tienda, buscando aquel vestido de color lila. A día de hoy se encuentra en un armario blanco, tallado a mano, en una esquina de su habitación, donde Alma guarda su ropa ligera.
Dio el primer paso, al que luego siguieron muchos. Conquistó a su Alma y a muchas otras, las últimas a través de sus textos. De éxito, claro.
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