La vieja mansión era el único lugar del pueblo que no se modificaba con el paso del tiempo. Una vieja y enorme casa con un enorme y descuidado jardín se mantenía perenne, presidiendo la entrada del pueblo, desde antes de que los franceses invadieran España.
La gran balconada de la fachada conservaba una serie de marcas que ni los más avezados de los investigadores conseguían descifrar. Unos símbolos de una lengua antigua, decían…
Las grandes puertas de roble prohibían la entrada a cualquier curioso, que lo mantenían plantado en el gran porche de madera, cuya base, según los expertos, estaría podrida a causa de la humedad pero que, sorprendentemente, se mantenía en pie.
Dicen los más viejos del lugar que la fachada estaba decorada con frescos de vivísimos colores y recubierta de un blanquísimo mármol de Carrara, exportados exclusivamente desde las canteras de los Alpes Apuanos, ahora desaparecido debido al paso del tiempo y, sobre todo, a la pillería.
Dicen, también, que las estancias de la gran casa albergaba riquísimos tapices y esculturas, pinturas y las más preciosas joyas de orfebrería que cualquier ojo humano ni siquiera pudiera admirar… Dicen, asimismo, que en esa casa se cometieron crímenes, se fraguaron conjuras, se iniciaron guerras y la defensa contra los franceses… Esa vieja mansión albergaba toda la historia de un pueblo casi como ella, en ruinas…
Las personas mayores evitaban acercarse a ella, rememorando todas las historias que sus abuelos les contaban alrededor de las chimeneas; y los jóvenes… Bueno, los jóvenes del pueblo, llevados por esa ansia de aventuras, sí se acercaban para intentar hacer algún grafiti o para burlarse del viejo Zacarías, el señor mayor, antiguo miliciano, que guardaba los secretos del viejo caserón.
Todos los días, incluso los que se presentaban más adversos, incluyendo los días de grandes nevadas, Zacarías, el loco de la mansión, como lo apodaban en el pueblo, se sentaba en el quicio de las puertas de roble y, desde la madrugada, permanecía allí, impertérrito y ajeno a todo el que pasaba por delante. Eso sí, no intentaras poner un pie en el porche que, más rápido que una gacela y más fiero que un león, a pesar de su avanzada edad, protegía la entrada, como si de un templo se tratase.
Los curiosos solo tenían una única ocasión al día de poder adentrarse en el porche de la casa, cuando Zacarías a las doce de la mañana se adentraba en el interior de la gran mansión y, durante una hora, realizaba algún rito, satánico, según el testimonio de algún malediciente del pueblo, o algún cuidado o limpieza de las joyas que aún conservaba en el gran salón, según los más soñadores e ingenuos.
La realidad era otra. Zacarías, cada día a las doce entraba a la gran mansión y la recorría, fijando sus pequeños y cansados ojos en todos los relieves y recovecos de la casa. Transitaba por todas las estancias, ahora vacías, rememorando su otrora esplendor y recordando algún capítulo importante y nada conocido del pueblo del que tomó parte cuando era un joven y aguerrido miliciano. Tras deambular por todo el caserón, se dirigía a la antigua biblioteca, una estancia pequeña, ahora convertida por su mano en una capilla muy rudimentaria: un pequeño altar, un paño blanco de hilo, única herencia de su santa madre, y en una hornacina de madera de boj tres capuchas rojas, las tres del mismo tamaño, las tres conservaban el mismo color rojo intenso desde que se encargó de protegerlas…
***
Los tres hombres enfilaban el camino de tierra que salía de la aldea hacia la ciudad a paso rápido, huyendo enfundados en una gran capa negra cada uno y con un sombrero de ala ancha negro también, de modo que solo se podían ver en ellos los ojos, peligrosos unos, temeroso, otro. El nerviosismo en uno de ellos se iba apoderando a medida que se alejaban de la aldea. Habían robado uno de los emblemas del pueblo. Sus piezas más sagradas, las que protegían a sus habitantes. Cada uno portaba una de las figuras de la tríada capitolina más antiguas que se conservaba en Europa en el interior de tres capuchas rojas… Tres preciosas capuchas de un sedoso lino, de rojo intenso, que recubrían las tres pequeñas tallas de madera que representaban a Júpiter con su rayo y barba frondosa, a Marte con su casco broncíneo y tez lampiña y a Jano, con su rostro bifronte… Cada uno de los viajeros portaba una talla. El más joven de ellos, el más temeroso de lo que los dioses le deparaban por su hurto, llevaba consigo a Jano, el dios que, según la tradición, despedía y daba inicio a los años y, para los más ancianos, el más peligroso de los tres ya que, sin él los hombres estarían expuestos a cualquier desdicha ya que no habría orden sobre lo nuevo y lo viejo, sobre la vida y la muerte… Los otros dos, de ojos claros y relajados, caminaban a paso rápido y animado, ya que no llevaban sobre las espaldas tanta responsabilidad.
«¿Y si tirase la capucha roja con su contenido? ¿Y si abandonara al dios bifronte? Podría esconderme en el bosque y despistar a mis dos compañeros. Ellos no conocen, tan bien como yo, estos terrenos… Me podría esconder en los montes, en algún recoveco en el camino, en el interior de algún árbol hueco… Podría…»
Mientras el joven ladrón iba pensando esto, algo extraño ocurrió ante él. Como si los dioses les castigasen por su acto impío, sus compañeros cayeron fulminados por un rayo el uno y por una lanza el otro. La noche estaba tan clara y bella, que la luna incluso parecía sonreír al recién calcinado y moribundo ladrón. Sus últimas palabras, recobrando la fe perdida desde pequeño debido a su difícil vida de pillajes, estaban dedicadas al dios que llevaba consigo en la capucha, aunque no pudo terminar su plegaria «Oh, Júpiter, apiádate de mí, si yo no quería…»
El más joven buscó al posible lancero que había atravesado de lado a lado a su compañero con tal puntería. Le resultó extraño no ver a nadie, ya que no había ningún escondrijo donde pudiera esconderse, y la noche estaba clara… Aunque también le resultaba divertido ver cómo su compañero formaba un triángulo isósceles perfecto con el suelo…
Al momento de producirse este hecho insólito, se vio a sí mismo, como llevado por una fuerza externa, buscando entre los restos humeantes y en el cuerpo muñequizado y agujereado de sus compañeros las capuchas rojas que contenían las tallas de madera… Se sorprendió al comprobar que estaban intactas…
Se alejó de los cuerpo de sus compañeros… No recuerda si caminó una hora o cinco, como obnubilado o poseído por alguna fuerza que nadie conoce ni puede controlar, pero se vio ante el cuartel de un pueblo que no conocía. Se sentó y sacó las tres figuritas de su rojizo envoltorio y las volvió a unir de una forma muy rudimentaria… «Al fin volvéis a estar juntos» pensó, pasando sus blanquecinos dedos por las cabezas de las tres divinidades.
Miró hacia el edificio que tenía delante y decidió alistarse para combatir a las fuerzas opresoras francesas. Sabía que los tres dioses le protegerían…
***
Zacarías recordaba, delante del altar, toda su juventud. Cómo llegó delante del capitán, calado hasta los huesos, con su sombrero de ala ancha negro y su capa raída y se presentó ante ese superior para defender su patria ante los franceses; cómo con el paso del tiempo, la madurez que le faltaba y los horrores de la guerra, se dio cuenta de que la humanidad no se preocupaba para nada de sus congéneres; cómo la envidia, la malediciencia y la insolidaridad reinaba entre los hombres; cómo todo se solucionaba ante sus ojos con la violencia y la mentira; cómo todo el mundo se olvidaba de sus valores más primigenios… Por todo eso, Zacarías no encajaba en ninguno de los pueblos a los que llegaba con la milicia, ni siquiera con sus compañeros soldados…
Todos le reprochaban su poco arrojo en el combate, que prefiriera quedarse en el sanatorio junto con los enfermos o en la capilla con el cura… O solo con sus tres dioses.
Tras terminar la guerra contra los franceses y la llegada del nuevo rey (y todo los sucesos que ocurrieron después), entró en contacto con una logia en la que, con el paso del tiempo y con los contactos adecuados, llegó a ser uno de los responsables máximos locales…
Su rostro venerable, cubierto de arrugas que contaban una historia cada una, sus ojos azules que guardaban imágenes horribles de la historia de su tierra, y su pelo cano y su cuerpo enjuto y seco que no recordaba para nada su vigorosidad y musculatura antaña, se presentaban todos los días, a la misma hora, en el mismo lugar desde muchos años (más de los que los hombres mortales pudieran recordar) ante las tres tallas, con sus capuchas rojas, con la misma admiración, devoción y fe que de joven, cuando las rescató de los despojos impíos de sus compañeros.
A la hora de entrar en la biblioteca, se levantó con dificultad, ya que siempre oraba de rodillas; se alisó la chaqueta y los pantalones y salió de la pulcra capilla. Se sentía arropado por las tres fuerzas, por las tres pequeñas tallas y por las tres finas capuchas rojas. Se sentía feliz y sonrió al recordar a sus dos compañeros, aquellos que le convencieron para robar las tallas. Gracias a ellos pudo salvarlas de la herejía popular.
Oyó cómo los jóvenes del pueblo volvían a intentar entrar en el caserón. Volvía al trabajo, debía defender el único habitáculo sagrado que quedaba en muchos kilómetros…
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