Juan subía a las gradas en busca del asiento que le habían dado. Él era un niño más en aquel circo, pero no era un niño normal y corriente… Todos iban acompañados de sus padres excepto él, todas las caras de los que allí se encontraban tenían dibujas sonrisas nerviosas, divertidos de poder ver por fin al gran elefante, el temido tigre y los graciosos monos por primera vez, tal y como prometían los carteles del Circo Feliz. Pero Juan… Juan no sonreía. Él era un niño especial y aunque tenía tan solo ocho años, él sabía toda la verdad.
Un día cuando paseaba junto a sus padres, vio el cartel del circo que llegaba todos los años a la ciudad. En él se veían a elefantes sonrientes a la pata coja, un tigre valiente saltando por un aro de fuego y un grupo de —también sonrientes— monos haciendo malabares. Dio saltos de alegría a la vez que tironeaba de las mangas de papá y mamá, pidiéndoles que por favor, le llevasen a verlos, ¡a él le encantaban los animales! Y menudos animales eran aquellos, que hacían cosas increíbles… No quería perdérselos por nada del mundo. Pero papá y mamá sabían que aquellos animales no eran felices de verdad, ambos le contaron a Juan la verdad que había detrás de esas sonrisas…
Le explicaron que a los animales que allí se encontraban les obligaban a hacer aquellas cosas… Al elefante le encanta correr sobre sus cuatro patas y bañarse en el río junto a sus otros amigos elefantes. Al tigre no le gustaba para nada el fuego, este le quemaba los pelillos de la barriga y le hacía daño y los monos no se divertían haciendo malabares, a ellos lo que más les gustaba era trepar por los árboles de su casa, que era la selva. También le contaron que los hombres del circo, aunque estuviesen vestidos con colores alegres y todos pareciese que eran felices, en realidad eran hombres malvados que hacían daño a esos animales, encerrándolos solos, sin poder ver a sus familias o ni siquiera hablar entre ellos, como si estuviesen en una cárcel, ¡aunque nunca habían hecho nada malo! Papá y mamá, le contaron con tristeza que el elefante, el tigre y los monos, un buen día fueron separados de sus familias y amigos y se los llevaron lejos, muy lejos de sus casas para estar en los circos.
Juan no dijo nada en aquel momento, pero pensó que aquello no podía seguir pasando, que lo que los hombres del circo estaban haciendo no estaba bien… Así que decidió que él tenía la solución. El ayudaría a los animales.
Una tarde mientras sus padres estaban trabajando, salió de su casa sin que nadie le viese, fue hasta el circo y con los ahorros que había conseguido ayudando en las tareas de casa, compró una entrada.
Todo estaba saliendo como esperaba, buscó su asiento y cuando lo encontró se sentó sin hacer mucho ruido para no llamar la atención. Miró a su alrededor y vio que el Circo Feliz estaba completamente lleno de niños. Algunos corrían a sentarse, otros estaban comiendo sus palomitas de maíz entusiasmados y otros preguntaban impacientes a sus padres que cuando iba a empezar el espectáculo y entonces, se apagaron las luces.
Un foco iluminó la pista central. El presentador anunció el momento que todos los niños esperaban, el Señor Elefante iba a salir a pista. Cuando el gran animal salió vestido con un tutú de color azul, todos los niños rieron. El hombre que lo acompañaba le hacía gestos y el Señor elefante levantaba sus patas o se agachaba, todos los que estaban allí aplaudían sorprendidos, todos menos Juan. Él sabía la verdad, así que solo él fue quien al fijarse en los ojos del Señor Elefante, pudo ver que los tenía llorosos, apunto de escapársele unas lágrimas. Sintió pena por él y por los demás animales, que fueron apareciendo poco a poco en la pista, obligándoles a hacer cosas que no les gustaban, a hacer cosas que ellos nunca harían por voluntad propia. Juan fue fuerte y consiguió con mucho esfuerzo no llorar con ellos, aguantó hasta el final del espectáculo y cuando todos se levantaron para irse del circo, el aprovechó la confusión entre todos los niños y se escondió entre las gradas sin que nadie lo viese…
Se apagaron todas las luces y poco a poco el lugar fue quedándose en silencio, pero aun así se esperó durante mucho rato para asegurarse de que allí no quedaba nadie y los dueños del circo se habían ido todos a dormir…
Ya de noche salió de las gradas. Se quitó la camiseta y los pantalones, debajo de la ropa se había puesto su pijama de Batman, este trabajo era para un superhéroe y esa noche, él lo era… Guardó la ropa en la mochila, bebió un trago de agua de la botella que llevaba y fue en busca de las jaulas donde tenían encerrados a los pobres
animales. No fue difícil encontrarlas, desde luego no era nada fácil esconder a un elefante… Cuando llegó a la carpa dónde estos se encontraban, pudo ver a todos los animales, cada uno de ellos en una jaula diferente en la que solo cabían ellos y un plato lleno de agua. Se dio cuenta de que no había pensado en una cosa. ¿Cómo iba a abrir las jaulas? Necesitaba unas llaves y no tenía ni idea de dónde empezar a buscarlas, pero cuando empezaba a rendirse y dejarlo por imposible oyó un tintineo detrás de él. Nervioso se dio la vuelta y allí estaba el hombre que llevaba los animales hacía la pista, dormido en una silla. Se alegró cuando se dio cuenta de que aquel tintineo era de unas llaves que colgaban del cinturón del hombre, que se había movido en sueños. En silencio, y gracias a que llevaba puestas sus zapatillas de peluche que no hacían nada de ruido, se acercó al hombre. Se agachó y poco a poco empezó a descolgar las llaves intentando no tocar en ningún momento al hombre. De repente se movió de golpe y soltó un fuerte ronquido, Juan se quedó inmóvil, casi sin respirar. El domador abrió un poco los ojos y Juan creyó que le estaba mirando, pero en un segundo los volvió a cerrar para volver a quedarse dormido. Juan suspiró, tenía las llaves en su poder y estaba muy cerca de conseguir lo que se proponía: dejar libres a todos los animales para que pudiesen hacer todo aquello que quisieran y no lo que aquellos hombres malvados del circo les obligaban a hacer.
Pero cuando Juan se dio la vuelta se llevó otra sorpresa… El ronquido del hombre había despertado a todos los animales que le miraban sorprendidos.
—Pero… ¿Qué haces aquí, niño? —susurró el Señor Elefante.
—¡Tienes que irte de aquí! ¡Si te pillan no sé de qué serán capaces los amos! —dijo en voz baja la Señora Tigresa.
—Vamos, márchate muchacho, antes de que sea demasiado tarde… —le dijeron los Señores Monos.
—Es que… He venido a sacaros de aquí, pero… ¿podéis hablar? —dijo Juan muy sorprendido.
—Pues claro que podemos hablar, ni que fuésemos tontos… —Le respondió la Señora Tigresa.
—¿Y por qué no habláis nunca? ¡Los animales no hablan!
—Chico, los animales hablamos solo cuando hace falta… Además, los amos nos lo tienen prohibido, si lo hacemos nos hacen daño… —dijo uno de los monos bajando la cabeza, mirando hacia el suelo.
—¿Y cómo piensas sacarnos de aquí, si se puede saber? —comentó el Señor Elefante, incrédulo.
Juan levantó la mano y les enseñó las llaves sonriendo, los animales le miraron sorprendidos sin saber qué hacer. El niño fue una jaula por una abriéndolas despacio y los animales salieron colocándose en el centro. Juan les dijo que no debían hacer ruido y que hiciesen lo mismo que él. Se puso de puntillas y muy despacio salió de la carpa en la que guardaban a todos los animales, ellos hicieron lo mismo consiguiendo que el hombre del circo no se despertase. Una vez en el exterior fueron hacia la salida y aprovechando el silencio de la noche y que la oscuridad les ocultaban, se despidió de sus nuevos amigos.
—Si salís en aquella dirección —dijo Juan señalándoles una calle —, llegaréis a un bosque muy grande al que me llevan mis papás de vez en cuando… No está muy lejos, pero será mejor que os deis prisa, no vaya a ser que se den cuenta de que os habéis ido…
—Muchas gracias niño… Nos has hecho libres, pensábamos que eso ya no iba a pasar… Esto no lo olvidaremos nunca, somos muy felices, gracias a ti ya no nos obligarán a hacer nada más. ¡Solo haremos aquello que nos divierte! Se acabaron los llantos y el que nos hagan daño… Hasta ahora pensábamos que los humanos eran malvados, pero tú nos has demostrado que no todos sois iguales… Muchas gracias, te estaremos eternamente agradecidos —dijo el Señor Elefante orgulloso de Juan.
—¿Volveré a veros algún día? —preguntó Juan con una lágrima de felicidad asomando en su rostro.
—Por supuesto chico, a los amigos nunca se les olvida… Algún día dejaré que montes sobre mi lomo y juntos correremos por la montaña como nunca antes nadie lo ha hecho —dijo la Señora Tigresa con una sonrisa.
Juan se despidió con un abrazo de cada uno de ellos. Los monos se subieron en el Señor Elefante y en la Señora Tigresa, ya que ellos eran más rápidos, y se fueron corriendo en dirección al bosque.
Juan se sintió orgulloso de sí mismo, ya nunca más harían daño a aquellos animales y además… había conseguido amigos nuevos. ¿Y quién sabe? A lo mejor la próxima vez que sus papás lo llevasen al bosque se podría encontrar con ellos…
En silencio, risueño y alegre, se fue corriendo a su casa, seguro que llegaba antes de que papá y mamá se enterasen de que se había ido. Por el camino pensó que el circo ahora sí que hacía honor a su nombre. Un circo sin animales. Un circo sin sufrimiento.
Un Circo Feliz.
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