Zaragoza_Pilar_y_río_EbroSus temibles fauces se cernían sobre mi cabeza sin yelmo.                                                                                     Mi alma expiraba bajo afilados colmillos.                       Nadie podría soportar su hedor…                                       Su piel, tersa y verdosa, haría perder la cabeza a cualquiera…

—¿Ves? —le decía a mi compañero de mesa, mostrándole todos los papeles, llenos de garabatos, a cual más incomprensible — No tiene lógica esta traducción… Y está bien, ¡eh! No he cometido ningún error… o eso creo…

—Pero, a ver… —Él seguía concentrado en el ordenador, como si no me hiciera caso—  A ver… Espera… Termino este párrafo… Bien, a ver —Cierra el ordenador y me mira— ¿Qué me decías?

—¡Vete a la mierda! —le digo muy despacio— Te estoy contando algo muy interesante de unos documentos que me ha pasado una amiga de Zaragoza y tú…

—¿Qué amiga?

—Céntrate, Luis, céntrate —Me pongo un poco colorado. Luis me conoce muy bien y, desde que estoy trabajando con estos manuscritos renacentistas, he perdido toda capacidad social—. Ayúdame. Mira estas traducciones…

—¿Dónde las encontraron? —Se coloca las gafas y empieza a leer los documentos que le he pasado. Le noto que se empieza a interesar por esas frases extrañas…

—El documento se encontró, por casualidad, en una de las últimas inspecciones que se hizo al archivo de la catedral de la Seo. Se nota por los trazos que son de alguien experto, aunque no dejó su firma… Vamos, eso creo, que tal vez estuviera en un cuaderno más amplio y este folio se desprendiera…

—Eso nunca se podrá saber… Estas hojas volanderas, a saber de dónde vienen…

—Ya… Bueno, el caso es que se supone, por lo que me dijo Sara, esta chica zaragozana, que al final del manuscrito pone en perfecto castellano: «lo copié a primeros de octubre del año 1546, a las orillas derechas de nuestro Ebro, cerca del puente que llaman —aquí hay un pasaje que no sabe cómo interpretar, aunque puede haber alguna referencia al Pretil de San Lázaro—. Aquí están las frases que escribían los antiguos moradores de las juderías y más anteriores, antes de desaparecer en estas mansas aguas.»

—Jum. Parece como si en el Ebro hubiera algún tipo de rito… No sé si auspiciatorio, funerario o para aplacar algún criatura…

—¿Criatura? ¿Rito? De qué hablas, tío

—Mira… Me da en la nariz que este tipo de graffitti no eran inusuales en la orilla del río, que en verdad hubiera alguna creencia de que, al tipo de Nessy, el Hiberus flumen estuviera habitado por un ser fantástico.

—¡Venga ya!  —No daba crédito a lo que mi compañero, lúcido hasta ahora, me estaba contando. Yo sabía que había algo interesante en estas frases, pero esto era demasiado— Ahora me vas a decir que el Ebro estaba ocupado por una especie de dragón escupe fuego llamado Ebri… ¿Estás de coña?

—Yo que tú, me daba unas vueltas por Zaragoza e investigaba un poco en el archivo de la Seo… Y quedaba con Sara…

Siglo I d.C. Orillas del Iber

Macio Tacito vigilaba desde el nuevo edificio del foro, una de las joyas del Emperador, la marcha de los trabajos de redirección del río. Era un trabajo arduo, e incluso peligroso, pero merecía la pena. Estos trabajos permitirían hacer aflorar, aún más a Caesaraugusta, una de las ciudades más boyantes de toda la Península… Incluso soñaba con tocar alguna pretura, si hacía bien su trabajo.

No debía hacer caso a los rumores del pueblo. Se decía que en el río habitaba una criatura fuera de lo común. Nadie sabía describirla con exactitud, pero las sombras que se observaban en el oleaje del río explicaban que era mitad pez mitad hidra, con dos cabezas; en las fauces, dos hileras de dientes muy finos, tan puntiagudos como las agujas de bronce que lucen muchas matronas en sus cabellos; dos cuernecillos en cada cabeza y unos ojos que, según lo que contaban los que lo habían vislumbrado, eran más negros que la pez y tan vivos que, si te quedabas mirándolos, te absorbían. También las lenguas decían que el cuerpo de este ser estaba recubierto de escamas tan brillantes y atrayentes que te podían volver loco. También su olor ayudaba a ello. Se decía que descendían de las Sirenas; otros decían que era hijo de Escila…

«Tonterías», pensaba el joven Macio, sin saber que siempre desdeñar a los monstruos marinos se pagaba…

Había elegido una tarde poco propicia para las inauguraciones. Todos lo veían, todos sabían que acabaría mal, pero Macio, el capataz de las obras de cambio del cauce fluvial, no dio su brazo a torcer. La inauguración de las obras se tenía que realizar en los Idus.

Ni el cambio brusco de tiempo y la negrazón con la que se cubrió Caesaraugusta durante los dos días anteriores a la fecha marcada ni el abandono de todas las aves hicieron cambiar su parecer.

Las crónicas más antiguas que se recuerdan hablan de que en aquel día infausto el río se cobró más de veinte almas, no todos esclavos, sino algún alto cargo senatorial.

Nadie se creyó que las terribles tormentas que sufrió Caesaraugusta fueron las causantes de la crecida que inundó el foro. Todos culparon al monstruo del Hiber, aquel que, enfadado a causa de que un ser soberbio, un humano, había osado cambiar el curso de su vivienda, de su amado río, se había cobrado más de una veintena de vidas como pago por tal sacrilegio.

Siglo XI. Barrio de la Judería.

Un niño de tez morena miraba por uno de los únicos ventanucos del edificio donde vivía su familia con otras tres más. El enrejado del ventanuco le permitía admirar la grandeza del río. Eran unos privilegiados, a pesar de las penurias, por poder vivir en una de las casa más altas de la judería. Únicamente el oleaje le permitía encontrar una paz inusitada.

El río le atraía, aunque su madre le había prohibido acercarse a sus orillas. Decía que eran peligrosas, que las mareas podían ahogarle, que las malas bestias que sus aguas alojaban le podían atraer con sus bellos cantos.

La pasión de aquel pequeño era el mar. Y el Ebro era su primera visión de las aguas. Si algún día pudiera navegar, se imaginaba saliendo del antiguo puerto fluvial cesaraugustano camino a nuevas tierras. Pero el primer monstruo que tendría que superar sería su madre, que no le dejaba salir de casa, a sabiendas de sus pretensiones.

«Algún día, algún día navegaré el río y dominaré a su criatura», pensaba cada noche el niño antes de dormir, en vez de rezar sus plegarias.

Aquella misma noche, uno de sus hermanos mayores sufrió unas fiebres altísimas que le hicieron delirar. Los gritos provocaron que todo el edificio, las trece personas que convivían en las apenas tres estancias habitables de aquella antigua torre, se concentrara en torno al chaval en sus últimas horas.

Entre delirios agarró el débil brazo de su hermano, lo atrajo hacia sí y le susurro «Ibrahim, no te acerques nunca a ningún tipo de aguas. Él estará presente, te perseguirá. Me lo dijo antes de soplarme y provocarme estas fiebres. No debí acercarme a las orillas, no debí desafiar al Señor del Ebro. No debí. No debí.» Su voz se iba apagando poco a poco, aunque seguía aferrando con fuerza el brazo de su hermano menor. Una sacudida. Los ojos en blanco estremecieron a todos los presentes. Las mujeres se desmayaron, los hombres retiraron la mirada, en señal de respeto. El pequeño Ibrahim se mantuvo junto a su hermano, impulsado por la ingenuidad infantil. Se acercó más a la cara sudorosa de su este, que temblaba convulsivamente. Le preguntó al oído «¿Lo viste? ¿Dime cómo es, antes de…?» Empezó una retahíla de incoherencias hasta que los labios moribundos empezaron a describir a tal monstruo…

******

—Entonces, por lo que me cuentas, la criatura del Ebro era una mezcla de todas las mitologías existentes… —Removía nervioso mi capuccino. No sabía dónde posar la mirada. No quería parecer indiscreto, pero Sara para ser ya otoño y azotar el cierzo, venía muy veraniega. Intenté conservar la calma y seguí resumiendo— Todo estaba en la conciencia colectiva… Los dientes afilados, las escamas brillantes y olorosas, los ojos como la pez, la atracción musical, la silueta de ser marino… El miedo hace que el ser humano se cohíba y cree monstruos inexistentes, ¿verdad?

He leído últimamente en los periódicos —Intentaba sacar conversaciones y no paraba de hablar. Me ponía muy nervioso su presencia— que el Ebro es muy rico en siluros… Tal vez lo que vieron las personas que me cuentas y que dejaron esos graffitti eran simplemente eso: siluros de gran tamaño, ¿no? Luego la imaginación y las creencias hicieron el resto, ¿no?

Sara sonreía y asentía. Su mirada, sus ojos negros, me intimidaban y atraían…

—Eres una investigadora ejemplar… Todos estos textos que me has conseguido, todas las historias que me has contado… Ya sé que son hipótesis, pero es bonito ver cómo una ciudad tan bella como esta, también tiene sus monstruitos.

Intenté reírme, pero me salió un ruido extraño, entre eructo y tos. Ella seguía mirándome fijamente. Me ponía cada vez más nervioso. Bueno, me ponía. A secas. Me atraía su olor, su voz melodiosa, su cuerpo…

—Tú no serás la reencarnación de alguna criatura del Hiberus flumen, ¿no?

Su sonrisa se hizo más abierta, llegando a la carcajada fresca. Se acercó a mí. Me atrajo hacia sí. Y con un olor a brisa marina, nos fundimos en un largo, y esperado, beso.

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