Era un lugar frío, tan frío que era capaz no solo de helarle la sangre a un hombre, sino que podía también enfriar su alma. También era oscuro, sin una sola rendija que pudiera permitir al sol entrar con su cálida luz. Y apestaba a humedad, uno podía notarlo solo con respirar el viciado aire que inundaba la sala. Un olor que inspiraba una sensación de abandono, de decadencia, como si nada estuviera vivo. Este era sin duda un lugar dedicado a la muerte, puesto que los únicos que moraban allí ya hacía tiempo que habían abandonado este mundo para no volver jamás. O al menos así lo habían hecho casi todos sus habitantes.
Podría pensarse que se trataba de algún emplazamiento maldito, un lugar siniestro, malvado y hediondo donde solo la muerte espera a aquellos que se atreven a entrar. Al contrario, a pesar de lo frío, oscuro y húmedo que era, y aun pudiendo sentir en él la ominosa presencia de la muerte, aquel era un lugar glorioso, un monumento a la valentía, a la lealtad, al deber, al honor y a todos aquellos valores que hacían nobles a los caballeros, pues allí descansaban merecidamente los más nobles de entre todos ellos, la cripta donde muchos de los más leales seguidores del rey Arturo habían encontrado su lugar de descanso final.
En cada uno de los nichos podía leerse el nombre del caballero fallecido, el lugar de su muerte, su escudo de armas tallado en la piedra y diferentes inscripciones con lemas o frases celebres que definían al individuo y que daban una idea de cómo había sido en vida. Sir Urrie, por ejemplo, cuyo escudo de armas era un oso a dos patas en gesto fiero y bajo el cual una inscripción rezaba «todo por Arturo», lo que daba una idea de la fidelidad que este hombre había profesado hacia el monarca. Todos los nichos seguían el mismo patrón, ninguno destacaba por encima de otro, pues todos los que aquí yacían habían sido enterrados como iguales, ningún nicho sobresalía por encima del resto, con una sola excepción. Pues estaba vacío, no había una losa que lo sellara y no albergaba cuerpo alguno, aunque no cabía duda de que lo hubiera hecho en algún tiempo.
El invierno era duro, mucho más duro de lo que había sido en años anteriores. Para muchos de los habitantes de aquella pequeña aldea, niños y jóvenes, esta era la primera vez que se enfrentaban a un invierno tan crudo. Al frío, la lluvia y el viento, había que sumarles un año de malas cosechas y una recaudación de impuestos implacable por parte de su señor, que les había dejado sin apenas nada que echarse a la boca. Era difícil, sin duda, pero los habitantes de aquella aldea eran personas determinadas y confiaban, a pesar de las dificultades, en poder salir adelante. O al menos así lo hicieron, hasta llegada cierta mañana de invierno.
Mientras los aldeanos se dedicaban a sus labores matinales, fueron sorprendidos por un estrepitoso ruido de cascos proveniente de la colina que lindaba con el norte de la aldea. El ruido no tardó en hacerse más fuerte y pronto las personas empezaron a asomarse fuera de su casa para saber qué estaba ocurriendo. No pasó mucho tiempo hasta que averiguaron la razón de aquel estruendo y pronto pudieron ver, situados en lo alto de la colina, a un numeroso grupo de soldados y caballeros fuertemente armados. Los habitantes de la pequeña aldea temieron que algo terrible fuera a pasar.
Los caballeros y los soldados montados que los seguían comenzaron a bajar por el camino que descendía desde la cima de la colina hasta la aldea. No tardaron demasiado en llegar a la aldea y muy pronto sus caballos empezaron a verse recorriendo el suelo embarrado que rodeaba las casas y granjas de los campesinos. Era una fuerza armada considerable, al menos desde el punto de vista de un granjero. Podían contarse cuatro caballeros y más de treinta soldados a caballo entre sus filas, más otros dos soldados que portaban un carruaje que se movía con dificultad por el suelo enlodado. Uno de los caballeros era un hombre de considerable tamaño que portaba una armadura bastante más elaborada que las de sus compañeros, lo cual bien podría indicar que su dueño provenía de una familia noble acaudalada. Tanto él como el resto de caballeros llevaban las viseras de sus yelmos bajadas haciendo imposible que se vieran sus rostros. Este caballero les hizo una señal de alto a los otros tres que montaban tras él. Hizo que su caballo se adelantara unos pasos, miró a las gentes del lugar durante unos momentos y alzó su mano para subir la visera de su yelmo dejando al descubierto un rostro de hombre maduro poblado por una espesa barba que alguna vez debió de ser rubia y que ahora resultada demasiado blanca. Sus ojos eran azules y fríos, y su expresión severa, tan severa que aquellos a los que les dirigía la mirada se estremecían presas de algo que solo podría ser descrito como puro y simple pánico. El caballero echó mano a una de las bolsas de su caballo y sacó un pedazo de papel enrollado.
—Mi nombre es sir Brandon, caballero de su majestad el rey Fedric y siervo de su excelencia el duque de Cornwell, y en su nombre ordeno que todos los habitantes de esta aldea comparezcan ante mí para escuchar el edicto se su majestad el rey.
A toda prisa, los aldeanos salieron de sus casas y se congregaron alrededor del caballero, manteniendo siempre una distancia prudencial.
Sir Brandon desenrolló el papel que portaba consigo y se dispuso a comenzar a leer cuando su vista reparó en un hombre que vestía una gastada y raída túnica de monje. Estaba sentado en un tocón de madera tal lado de una de las casas y la abultada capucha que lo cubría hacía imposible ver su rostro. Sin embargo, tomándolo por un pobre monje viajero sir Brandon decidió ignorar su presencia y comenzó a leer.
—Por orden de su majestad el rey Fedric, todos los habitantes de todas las aldeas, pueblos y granjas, deben entregar como tributo la mitad de todos los alimentos que posean, tanto grano como ganado, así como de cualquier montura o animal de tiro…
Los habitantes se escandalizaron antes las palabras de sir Brandon, y ante la posibilidad de morir de hambre durante el invierno no tardaron en alzar sus voces. Algunos protestaban, otros suplicaban y gran parte de ellos incluso lanzo improperios contra los soldados, los caballeros, el conde e incluso contra el mismísimo rey. Por un momento el miedo a la hambruna llevó a los campesinos a olvidar su miedo a aquellos hombres armados y sir Brandon decidió que era hora de recordárselo.
Antes de que los aldeanos pudieran darse cuenta, sir Brandon hizo un gesto con su mano, e inmediatamente todos los soldados desenvainaron sus espadas y las apuntaron contra la gente de forma amenazante. Todos callaron entonces, atónitos y llenos de pánico. Sir Brandon dejó pasar unos momentos para saborear el miedo que imponía su hueste, miró a las gentes de la aldea, dirigió su vista hacia el papel y esbozó una sonrisa malévola antes de seguir leyendo.
—También se ordena que cualquier varón mayor de doce años y menor de veinte sea alistado entre las filas de su ejército sin excepción ninguna y que…
Sir Brandon no pudo continuar, la gente comenzó a gritar, madres y padres corrieron a esconder a sus hijos mientras con cara de hastío sir Brandon hacia un gesto a sus soldados para que descabalgaran y tomaran a los jóvenes por la fuerza. Muchos padres se interpusieron en el camino de los soldados, esperando poder retenerlos, pero no tardaron en descubrir que bien poco podía hacer un granjero contra alguien con una espada y su voluntad de usarla, y así fue como la sangre de algunos de los aldeanos que trataban de proteger a sus hijos comenzó a bañar el suelo. Sorprendidos ante la atrocidad de los soldados, los campesinos retrocedieron, y no hicieron más que suplicar y llorar.
Sir Brandon contemplaba la escena divertido cuando se percató de que el monje se levantaba de su tocón y comenzaba a caminar pesadamente hacia un par de soldados que trataban de arrancar a un joven de los brazos de su madre, cerca del lugar en el que se encontraba sir Brandon. A medida que el monje se acercaba, el caballo de sir Brandon comenzó a mostrarse inquiero, hasta que, justo al cruzarse con el animal, este se encabritó, relinchando fuertemente, arrojando a su jinete contra el barro para después alejarse al galope. Sir Brandon, encolerizado y tratando de ponerse en pie con su pesada armadura, vio cómo el monje se interponía entre los soldados y la mujer. Los soldados, al ver a un monje, dudaron, pero sir Brandon, furioso tras su caída, les ordenó darle muerte. El primero de ellos trato de atravesarle con su espada, pero tras un sonido metálico la hoja salió desviada rasgando las vestiduras de monje y dejando al descubierto el metal con el que había chocado. Y el soldado vio que el metal era negro.
Con movimientos tranquilos, el hombre se aparto su abultada capucha y dejo dejó caer su túnica. Lo que vieron los allí presentes los dejo sin aliento. Ante ellos se alzaba ahora un caballero, pero no uno de brillante armadura, pues tanto la coraza como la capa y las telas que cubrían al caballero eran negras como la medianoche. Y cuando el caballero echó mano a su espada y la desenvainó para empuñarla contra sus enemigos, estos vieron que su hoja era negra como el azabache. Para muchos, aquella hoja fue lo último que vieron.
En el suelo de la aldea yacían los que hasta hacía unos momentos habían sido hombres vivos: soldados, algunos incluso caballeros. Todos los corceles en los que habían venido montados habían huido aterrorizados al ver al caballero negro y, de entre todos los soldados, tan solo uno restaba con vida, un joven, no mucho mayor que aquellos que pretendían reclutar a la fuerza. El caballero negro se dirigió hacia el soldado con su espada bañada en la sangre de sus compañeros. El muchacho era presa de un miedo tan desmedido que ni siquiera era capaz de correr para salvar su vida. Había visto a todos sus compañeros atacar a aquel caballero sin poder hacerle daño alguno, solo para ser masacrados mientras sus armas le golpeaban con la misma fatalidad que un diente de león lanzado por el viento. Tal había sido el terror que había infligido blandiendo su espada que, cuando la batalla estuvo ya perdida, los pocos soldados que quedaban fueron incapaces de hacer otra cosa que morir entre sollozos. El soldado, resignado ya a la muerte, cerró los ojos entre lágrimas, esperando a que aquella espada negra callera sobre él. Pero no lo hizo.
—Dime, muchacho, ¿por qué has alzado tu espada contra estas gentes?—dijo el caballero. Su voz era extraña, diferente a la de un hombre corriente. Poseía una fuerza que hizo llegar sus palabras hasta el corazón del soldado de una manera tal que este no pudo evitar contestar con la verdad.
—Lo hice porque mi señor nos lo ordenó. Era un mandato del rey. ¿Qué podía hacer sino obedecer? —contestó el soldado entre sollozos.
—Podrías haberte negado, pero careciste del valor para hacerlo —dijo el caballero negro con severidad—. Afortunadamente para ti, también pareces carecer de lo necesario para infligir daño a unos inocentes desarmados. De entre todos tus compañeros has sido el único que no ha atacado a nadie de esta aldea —añadió mientras envainaba su espada —. Por hoy, eso salvará tu vida.
El caballero negro se marchó de la aldea con paso decidido, dejando tras él los cadáveres de aquellos que habían osado alzar sus armas contra los aldeanos.
Historias como esta se repitieron por toda la comarca. Aldeas que eran salvadas del edicto del rey por un caballero de negra armadura, grupos enteros de soldados que eran aniquilados en combate por un único hombre al que ninguna espada, maza, hacha o flecha podía dañar. El conde mandó a muchos de sus mejores hombres a darle caza, pero ninguno logró regresar y muchos de sus vasallos no tardaron en abandonarle, incluso los caballeros de más renombre no dudaron en darle la espalda. Muy pronto el conde se encontró prácticamente solo. Habría cabido esperar que un hombre en su situación se encerrase en su castillo con la esperanza de poder refugiarse allí de su enemigo, o que pidiera ayuda o tratase de huir. Sorprendentemente, el conde no hizo ninguna de esas cosas y, en vez de seguir tratando de acabar con su enemigo, ordenó que cuando el caballero negro acudiera en su busca le fuera permitido el paso y se les dejara a ambos a solas en el interior del castillo.
No tuvo que esperar demasiado.
Se había acabado la copa y estaba dispuesto a volver a servirse cuando la figura del ya famoso caballero negro apareció frente a la puerta del salón. El conde lo miró fijamente durante unos momentos, llamando su atención el papel que portaba en la mano izquierda. Sin mostrarse aterrado o siquiera sorprendido por la presencia del caballero negro, el conde se sirvió otra copa.
—Veo que vuestra armadura sigue tan oscura como siempre. Si os soy sincero siempre os ha sentado bien ese color, creo que está acorde con esa personalidad vuestra tan firme, tan severa y tan definitivamente aburrida. ¿No os parece, sir Percy? —dijo el duque antes de echarse la copa a los labios.
— ¿Así pues, habéis resultado ser vos? Esperaba que el duque no fuera más que un títere vuestro, pero esa inconfundible petulancia de la que hacéis gala hace imposible confundiros con ningún otro, Mordred—dijo sir Percy.
—Tan severo como siempre, y tan certero —dijo Mordred mientras reía—. ¿Sabéis? Cuando llego a mis oídos una leyenda según la cual Merlín aseguraba que, en caso de yo regresar, vuestro espíritu se alzaría, no pude evitar no tomármelo demasiado en serio. Ambos sabemos que Merlín era un hombre previsor, pero llegar a estos extremos es incluso ridículo, ¿no os parece?
—Extrañas palabras de alguien que ha vuelto de entre los muertos. Decidme, ¿cómo lo habéis logrado?, más aún: ¿cómo os habéis apoderado del cuerpo del duque?
—Sabéis que soy un hombre que gusta de compartir sus vivencias, pero me temo que esta vez no me encuentro en condiciones de justificar mi regreso, así como tampoco puedo deciros como mi espíritu ha llegado a parar a este cuerpo, pues lo desconozco. Lo que sí puedo explicaros, si os place, son los motivos que me llevaron a redactar ese edicto real falso que portáis con vos. Es todo parte de un plan exquisito, os lo aseguro.
—Ahorráoslo. Vuestras maquinaciones carecen de importancia para mí.
Sir Percy comenzó a desenvainar su espada, el sonido de la oscura hoja al salir de su vaina llenó la sala. Mordred, mientras tanto, observaba a sir Percy, visiblemente decepcionado.
—Tal parece que seguís siendo tan pragmático como de costumbre. Por lo visto poco os importan mis intenciones mientras seáis capaz de llevarme de nuevo a la tumba.
Mordred se levantó de la silla y empuño su espada, desenvainándola airadamente. Su hoja, al igual que la de sir Percy, era completamente negra. Como el azabache.
—Supongo que recordareis la hoja que os dio muerte, ¿no es así? Vuestra espada y la mía, ambas forjadas por el mismísimo Merlín a partir de una basta pieza de metal caída del cielo. Parece que hice bien al recuperarla en mi regreso. Como bien recordaréis, la mía es la única espada en el mundo capaz de dañaros, con la posible excepción de Excalibur, claro, aunque eso es una conjetura que nunca he podido confirmar.
Mordred y sir Percy se dirigieron al centro del salón, ambos empuñando sus espadas de negra hoja. Pasó un instante, uno muy breve, en el que ambos contendientes permanecieron inmóviles uno frente a otro, con las puntas de sus espadas apuntando al frente, manteniendo la guardia con firmeza. Pero solo fue un instante, y cuando paso, estalló una lucha sin cuartel como pocas se han visto. Los dos contendientes, ambos guerreros inigualables forjados en la batalla, se lanzaron el uno contra el otro, atacando y defendiendo moviéndose uno alrededor del otro en una suerte de baile poderoso y mortífero. Los golpes y estocadas se sucedían uno detrás de otro, sin que en apariencia ninguno de los dos rivales tuviera ventaja, hasta que Mordred, de manera inexplicable, lanzó una estocada que perforó la armadura de sir Percy a la altura del corazón. Sir Percy llevó su mano hacia la hoja de Mordred, que empujó su espada hasta hundirla completamente en su enemigo.
—Supongo que debería agradecerle a Merlín el haberme dado la oportunidad de atravesar vuestro corazón por segunda vez —dijo Mordred riendo.
—O puede que sea yo quien deba darle las gracias a Merlín por ser un hombre tan ridículamente previsor.
La risa de Mordred se detuvo en seco cuando, asombrado, sintió la mano de sir Percy sujetando con fuerza la hoja que tenía clavada en su pecho, mientras se daba cuenta de que no manaba sangre alguna de su armadura. Pero en el momento en que sir Percy alzó su mano armada para levantar la visera de su yelmo, Mordred pasó en un solo instante del asombro al más puro terror, pues al ver la calavera de sir Percy, desprovista de toda carne, despojada incluso de algo que pudiera asemejarse a una mirada, fue cuando Mordred comprendió que bajo esa negra armadura no había más que huesos. No llegó a importar. Para el momento en que Mordred había descubierto la verdad y trataba de recuperar su espada, enterrada en la armadura de sir Percy, la hoja de azabache ya estaba cayendo sobre su cabeza.
Era un lugar frío, oscuro y húmedo. Las arañas y los insectos eran los únicos habitantes vivos de un lugar tiempo atrás olvidado. Era una cripta, y en ella descansaban los restos de algunos de los más leales caballeros del rey Arturo. En cada uno de los nichos de la cripta podía leerse el nombre del caballero fallecido, el lugar de su muerte, su escudo de armas tallado en la piedra y diferentes inscripciones con distintos lemas, frases célebres o sobrenombres que definían al individuo y que daban una idea de cómo había sido en vida. Todos los nichos seguían el mismo patrón, ninguno destacaba por encima de otro, pues todos los que aquí yacían habían sido enterrados como iguales, con una sola excepción. Uno de los nichos no portaba escudo de armas, tan solo el nombre por de su ocupante y el sobrenombre por el que era conocido. En la inscripción podía leerse «sir Percy de Scandia» y algo más abajo «El Caballero Negro».
Imagen: eronzki999.deviantart.com
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