El silencio le amartillaba la sien. Una casa vacía. Ninguna voz humana presente. ¿Más tele? No. No la necesitaba, sus voces eran irreales. ¿Más redes sociales? Tampoco. También aquello era irreal. Estaba descalzo, sintiendo el suelo de la habitación. Aquello sí que era real, al igual que las cuatro paredes que parecían derrumbarse sobre su cabeza a cada segundo, despacio pero sin pausa, para en cualquier momento sepultarlo en la inmensa oscuridad.
Se rio. Hacía tiempo que la oscuridad y él ya formaban un único ser.
Pero no era lo mismo. La oscuridad a la que se había entregado sin miramientos había sido elegida, él la controlaba. La de aquel piso de alquiler, no.
Tenía que salir de allí antes del colapso. Buscar algo ahí fuera que le llenase. Casi dos años de prestación de desempleo no daban para mucho, pero si no gastaba demasiado en sus necesidades básicas y seguía haciendo chapuzas aquí y allá, podía darse un capricho de vez en cuando. Volver a tomar el control. Volver a sentirse fuerte y poderoso. Como antes del fatídico ERE, cuando era jefe de almacén. Como aquella noche, un mes después del suceso, sin ganas de tener contacto con sus amistades, todas perfectas, con sus trabajos, sus parejas e incluso sus casas propias, se perdió de bar en bar hasta casi desfallecer. Como aquella noche en la que se encontraba al borde del coma etílico y un completo desconocido le trajo su bote salvavidas, su resucita muertos, su primera raya de coca.
Tenía cuarenta años, una carrera de informática no actualizada por cabezonería, y miles de jóvenes preparados para un puesto de trabajo que se le resistía. Nadie a su alrededor parecía entenderle. «Parecía», porque en realidad era él el que no sabía escuchar. Pero allí, en el baño, expulsando lo poco que le quedaba en el estómago abrazado a la taza del váter, un hombre posiblemente diez años menor que él entró al diminuto habitáculo rescatándolo del suelo. Le dijo que sabía lo que necesitaba. Sacó una pequeña caja y de ella una bolsa transparente con un polvo blanquecino. Preparo dos líneas del polvo blanco sobre la tapa interior de la caja, enrolló un billete de cincuenta euros y tras esnifar una de las dos, se lo tendió y le dio la orden de «aspira fuerte por la nariz».
En tan sólo un par de segundos pasó de estar fuera de circulación a invadirle una sensación de fuerza absoluta, de plenitud, de que todo era posible, de que él era el puto amo del mundo. Todo lo veía y oía; no había conversación ni mirada que se le escapase. Podía correr hasta el fin del mundo sin pararse a nada; el corazón latía desbocado en su pecho pidiendo pista. El poder y la euforia llenaban cada vaso sanguíneo, venas, arterias y nervios. Una corriente continua electrizaba cada rincón de su cuerpo. Si en ese momento entrara por la puerta el mismísimo Goliat sería capaz de derrumbarle de solo un puñetazo. ¡Qué cojones! Ni siquiera David con su honda podría vencerle.
Y se sintió pleno. Volvió a sentirse capacitado. Allí, en aquel minúsculo habitáculo había vuelto a nacer. Había vuelto a sentirse vivo.
Aquella noche fue apoteósica. Las siguientes también.
Al principio solo fue al mismo bar, en busca de aquel tipo, en fines de semana alternos. Más tarde acudía puntualmente todos los viernes y sábados. No tardó en hacerse con el número de teléfono de su camello y después incluso llegaban a llevársela a casa. El ridículo finiquito no tardó en acabársele. Pero aquellas noches eran las únicas que merecían la pena: Largas conversaciones con desconocidos. Grandes polvos con desconocidas. Intensos bailes y grandes ideas surgían. Ideas que morían en esas mismas horas en las que se le ocurrían. Falsas sensaciones que parecían tan reales que ni siquiera se planteaba que no lo fueran.
Y allí se encontraba aquella nueva y prometedora noche, con cuatro gramos en su bolsillo.
Cuando llegaron las ocho de la mañana esnifó su última línea de felicidad y salió del penúltimo bar. Aún era de noche y llevaba más de tres días sin dormir debido al insomnio, pero en aquel momento ni siquiera podía sentir el cansancio, estaba más espabilado que nunca. Eso era lo que él pensaba, porque si hubiera podido verse desde fuera, como si fuese un desconocido, se habría visto caminar de manera errática, incapaz de caminar en línea recta, pisando el suelo como si fuese un gigante torpe. Se veía a sí mismo caminando erguido, sacando pecho, en una pose de supremo alfa, pero ese desconocido vería la forma antinatural de mantenerse, con los hombros demasiado retrasados, y la barbilla demasiado erguida. Presumía del color azul de sus ojos, pero esa otra persona vería las pupilas completamente dilatadas; la mirada de un loco.
Eso es lo que vio, y posiblemente aun más, aquel ratero del montón cuando se levantó y salió del callejón contiguo al pub. Víctima fácil. Solo deseó que aún le quedase algo en la cartera a aquel pobre desgraciado.
Agarró fuerte la empuñadura de su navaja y en silencio siguió al cocainómano. Este miraba frenético de un lado a otro observando la calle vacía, sintiéndose dueño de ella. Cuando doblaron la primera esquina el ratero aprovechó el giro y lo empujó contra la pared, colocando su rostro frente al del otro. Le exigió que le diese la cartera. El otro rio y mostró su cara más desafiante y fiera, sintiéndose invencible inundado por el poder de la última raya. El ratero solo oyó un intento de risa de dibujos animados y vio una mueca desfigurada que no supo interpretar. La exigencia de la cartera vino esta vez con una amenaza. El otro vio el filo de la navaja relucir a la luz de las farolas. Apretó los puños y se dispuso a desarmarlo, puede que incluso se la hiciese tragar. Hizo su movimiento. El ratero vio como un intento de puñetazo le pasó a un palmo de su rostro y como con la otra mano palpaba sin éxito buscando un punto de apoyo. La hoja cortó el aire y algo más. Una. Dos. Tres veces. Salió corriendo del lugar olvidándose de la exigencia.
El cocainómano volvió a reír al ver como huía. Nada podía pararle, y mucho menos un ratero cualquiera. Ahora «se le había cortado el rollo», por lo que decidió que ya era hora de volver a su casa. Se sintió más abatido pensando en la resaca que le esperaba por la tarde, que le haría desperdiciar todo el día tumbado en el sofá, sin hacer absolutamente nada. Solo esperar a que las horas pasasen y volver a caer rendido a la cama, con la esperanza de levantarse al día siguiente sintiéndose un poco mejor. Pero a cada paso que daba se sentía más agotado. Sentía que las fuerzas le abandonaban. Que le costaba respirar. Que le costaba mantener los ojos abiertos.
De manera instintiva se llevó la mano al costado. Se extrañó cuando al tocar la camisa la notó humedecida. «¿Qué cojones…?» fue lo único que pudo balbucear antes de ver el reguero que estaba dejando tras de sí y caer desplomado al suelo.
Su sangre, con los restos de cocaína aún corriendo por ella, se mezclaron con orines humanos y no humanos.
Su último pensamiento fue que la fiesta había merecido la pena. Ahora era él el que pertenecía a aquella calle.
One Reply to “Relato: «Invencible», de Daniel G. Domínguez”
Elise
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