El libro no hacía más que descansar en la mesa, burlándose de él. En respuesta el niño intentaba apartar la vista, pero este seguía estando ahí: con su estúpida cubierta y contracubierta azul, y esas estúpidas páginas que se le hacían estúpidamente pesadas, y el estúpido chico posando al lado de una estúpida bicicleta roja y junto a un estúpido vagabundo, en aquella estúpida tierra mágica con el estúpido nombre de «Magicant», en mitad de la estúpida portada… Sí, lo estaba esperando: «El Pozo no tiene metro», se llamaba. Y ahí seguiría hasta que por fin aceptara su destino.
Pero odiaba leer, ¡Joder, cómo lo odiaba!
—Venga Max, no tenemos todo el día —reclamó su padre—. Ya te has divertido, ¿no? ¡Pues ahora toca librito!
Su mueca de disgusto era muy sincera. A esa edad, pocas cosas no solían serlo:
—¡Jolín, pero son como un gritón de páginas!
—No exageres, tan sólo son noventa y siete.
—Lo que yo decía: ¡un gritón! —exclamó. Apartando la vista, se cruzó de brazos—. No puedes obligarme a hacer esto. De verdad, leer es una mi-…
—¡Eh, cuidado! —interrumpió con el ceño fruncido y el dedo índice como señal de advertencia.
Max suspiró.
—Leer es un rollo, papá. Y además, está pasado de moda. ¿A quién puede gustarle encerrarse todo el día en la casa viendo unas absurdas letras?
El adulto rio. Una mueca irónica decoró su rostro.
—Pero bien que te mola pasarte el día entero enganchado al móvil, la tablet o la Play 4, ¿verdad? ¡No eres tú listo ni nada!
El niño se enfurruñó, apretó los dientes.
—No es lo mismo, y lo sabes —susurró.
—Venga, dale una oportunidad: te resultaría más agradable si usaras un poco más la imaginación.
—Finn el humano dijo una vez: «La imaginación es para turbo colgados que no procesan lo superguapa que es la realidad».
Su padre enarcó una ceja.
—¿Qué? ¿Finn…? Pero, ¿quién es…? —se autointerrumpió, negó con la cabeza—. Mira, no importa…
—¿Ves a lo que me refiero? ¡No estás en la onda! ¡Ni siquiera entiendes las referencias de Hora de Aventuras! Puede que leer estuviera en boga en Edad de Media, pero por mucho que me insistas yo sólo veo una cosa: son deberes.
En respuesta el hombre negó con la cabeza: ¿en boga leer en la Edad Media? ¿Por dónde podía empezar para hacerle ver lo desafortunada que resultaba aquella frase? Sin duda, o el chaval se estaba metiendo con su edad —como hacían todos los chicos que recién llegaban a la pre-adolescencia— o posiblemente era testigo de cómo le pasaba factura el hecho de que no leyese nunca. En el caso muy probable de que fuera eso último, era consciente de que el chico jamás sabría a qué nivel llegaba su ignorancia hasta que empezara a abrirse a los libros. Dándose cuenta de esta ironía, se limitó a encogerse de hombros.
—En este caso debo darte la razón —afirmó. Después, recogió el libro y lo señaló—. Son lo que son: deberes. Y tienes la obligación de terminarlos.
—¿Entonces por qué me decís que es otra cosa? ¿Es que queréis estafarme? ¡Eres cómo la profe, que me tiene manía! «¡Is ini grin ivintura! ¡Virás qui ti divirtes!» —añadía, imitándola con una voz chillona—. Una gran aventura… ¡Sí, claro! ¿Por qué ir a montarme en una bicicleta de verdad, cuando puedo quedarme en casa a leer cómo otro chico que no existe lo hace por mí? ¡O peor! Soñar que se sube en una bicicleta… ¡Sí, divertidísimo!
—Bueno, el equivalente de un Let’s play, ¿no? —preguntó riendo—. ¿No te molan los Let’s play?
—¡No tiene gracia!
Esta vez fue el turno del padre de suspirar.
—Mira Max, la cosa está así: tienes que léertelo ahora porque resulta que el año pasado te quedó colgada Lengua y Literatura. Y durante todo el verano has estado divirtiéndote y pateando la pelota hacia adelante. Yo te decía: «Hijo, ¿has leído ya el libro que que te ha mandado la Srta. Muriel? ¡Mira que después te vas a arrepentir!». Pero tú, ni caso: «¡No, papá! ¡Aún hay tiempo! ¡Ya lo leeré más tarde!». Pues bien, el más tarde ya llegó: hoy el verano se acaba, es de noche y las clases van a comenzar mañana. Por tanto, tienes que tener el libro leído y los ejercicios hechos para entregárselos a tu profesora.
El muchacho se puso rojo, apretó los puños.
—¡¿En serio?! ¡¿Noventa y siete páginas en una noche?!
—Tú te lo has montado así, si te lo hubieras leído día a día no tendrías este problema —exclamó, y sin pensárselo dos veces, dejó caer el libro entre las manos del niño—. Aunque irónicamente si le pusieras ganas, no sería tan terrible. Con imaginación ni te darías cuanta y ya habrías terminado. En cualquier caso, ahora te toca apoquinar, tienes que aprender a asumir las consecuencias de tus errores.
El chico tiró el libro al suelo.
—¡Pues no lo haré! ¡No pienso dejar que nadie me obligue a hacer algo que no quiero!
El rostro de su padre se mantuvo indiferente, imperturbable. ¡Cómo odiaba eso! ¡Nunca conseguía ninguna reacción de él! Era consciente de que no tenía la necesidad, su palabra era ley, y sabía qué botones debía pulsar para dañarlo.
—Y yo tampoco voy a obligarte a hacer algo que debería nacer de ti, pero esto es muy fácil: este verano te has divertido, pero si comienzas este año manteniendo el suspenso de Lengua, entonces te voy a prohibir usar el móvil, la tablet, la Play y el Internet durante el curso.
—¡No puedes hacer eso!
El hombre se limitó a encogerse de hombros por segunda vez.
—Lamentablemente sí que puedo, es la desventaja que te ha tocado al tener como padre a un informático. No sólo sé hacerlo, sino que puedo fastidiarte bien para que ningún amigo pueda ayudarte, y además, no vas a poder engañarme.
El niño gruño, tomó el libro y lo tiró contra la pared. Hecho un basilisco, se giró a su padre.
—¡Te odio!
Y sin más, cerró la puerta de su habitación con un portazo. Su padre se limitó a recoger el libro y dejarlo sobre la mesa. Max entendería el mensaje: este no desaparecería de allí, hasta que se lo hubiese leído de una vez…
***
El niño estaba furioso, la rabia le embargaba por dentro y por fuera:
«¡No es justo! —pensó—. ¿Por qué los adultos siempre dicen que mentir está mal, pero sin embargo, lo hacen constantemente? ¡Simplemente, no es justo!»
No importaba qué hicieran o dijeran, siempre planteaban las mismas cosas. Pronto aprendió que cuando un médico decía: «No te preocupes, no te va a doler», era cuando tocaba apretar los dientes, porque entonces significaba que sería muy doloroso. O que cuando decían: «Si me lo cuentas, te prometo que no me enfadaré», no era más que un clásico señuelo para pillar a los chicos de corazón débil y boca floja con las defensas bajas. Tras contarlo, no sólo se enfadaban, sino que los castigos podían llegar a ser peores que si no le contabas nada y te descubrían con las manos en la masa.
«Aún así, papá parecía sincero al decir que podía llegar a ser divertido» —discurrió.
Quizás no era tan descabellado darle una oportunidad…
Rechazó la idea nada más pensarlo: no, era indiferente si de verdad creía que podía ser divertido. La concepción de algo divertido era muy distinta entre ellos dos, y además, aunque tuviera razón, acceder a ello significaba ser vencido. Podía imaginarse lo que había hecho: de seguro nada más cerrar la puerta se había asegurado de dejar el libro sobre la mesa… ¿O tal vez no? ¿Y si se hubiera rendido?
«Quizás no hablaba en serio sobre bloquearme la Tablet y el Internet…» —pensó.
Duditativo, se dispuso a abrir una pequeña abertura del umbral de su habitación. A pesar de que el resquicio apenas era de medio centímetro, pudo verlo en todo su esplendor: el libro volvía a posar el centro de la mesa. Enfadado, cerró de nuevo la puerta.
Claro que no iba a perdonárselo, el actuaba siempre igual: esperaba a que su hijo se rindiera para demostrar que tenía razón. ¡Pues esa vez no! ¡No pensaba ceder! ¡Aún si se la pasaba todo el año castigado sin Internet, encerrado y haciendo más tareas! ¡No le daba la gana leer y no lo haría! Y poco a poco, aún sintiendo que esto que le quemaba en el cerebro le impedía dormir en los primeros veinte minutos, no tardó en verse rendido en los brazos de Morfeo…
***
Llevaba un rato avanzando a lo largo del estrecho túnel sin escuchar nada más que resollar sus pulmones. Subía por una vieja escalera hecha con cuerda de cáñamo, peluda, con esas fibras que se desprendían en las manos y picaban como los suéteres de lana que su abuela se empeñaba en tejer cada Navidad. Era extraño, húmedo e incómodo, con la única fuente de luz natural saliendo de la cima.
De pronto, fue consciente de su situación:
«¿Cómo habré llegado hasta aquí? ¿Acaso me he perdido?» —se preguntó.
No importaba. Tenía que continuar, llegar al extremo. Pues la oscuridad que reinaba bajo sus pies resultaba totalmente aterradora. Max no recordó si fueron minutos o segundos, pero cuando llegó al final, vio entonces que salía de un pozo de piedra en algún lugar bucólico y desconocido. Tras visualizar un poco su alrededor, se quedó boquiabierto:
¡Conocía aquellas tierras que estaba vislumbrando!
Max se dio una palmada en la frente.
—¡Oh, no! ¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Estoy soñando! ¡Y me tenía que tocar soñar con esta mierda!
Sí, sin duda debía de estar haciéndolo, porque si su padre estuviera cerca no le dejaría usar ese lenguaje. Además, eso explicaba que no recordara nada anterior a que estuviera subiendo del interior de aquel pozo. Sin embargo algo estaba fallando; cada vez que en un sueño se daba cuenta de que estaba dormido, pasaban siempre dos cosas: o podía modificarlo todo a su antojo para disfrutar al máximo de la experiencia, o se despertaba de inmediato. No obstante, ninguna de esas dos circunstancias se dio. Para su desgracia, Max se vio atrapado en un mundo en el que no podía salir. Y cuánto más intentaba hacer cambiar las cosas, menos posible se hacía el huir de aquel lugar.
«¡No puede ser! ¡No logro escapar! —pensó—. No puedo volar, cambiar las cosas, convertirme en un robot gigante de combate… ¡Ni tampoco despertar! No, no es un sueño… ¡Es una pesadilla!»
A su alrededor podía ver el prado que separaba las distintas zonas de aquella extraña tierra. Desde la lejanía las viviendas tenían en apariencia un aspecto unitario, pero si te fijabas con atención, descubrías que en realidad todas se conjuntaban en grupos que, de una forma u otra, se diferenciaban. Algunos, parecían sacados del siglo XIX, otros del XVI… en cualquier caso, ambientes urbanos cuyo aspecto pintoresco los hacía destacar con una armonía discordante.
—Es como un maldito parque de atracciones —susurró—. Tan solitario, peligroso…
Intentó por segunda vez pellizcarse. No sentía nada, pero tampoco lograba despertarse.
—No te molestes, chico.
El muchacho se giró violentamente. Su rostro se tornó desesperanzador cuando descubrió quien le había hablado. Delante de él, estaba el viejo vagabundo de la portada del libro junto a aquella extraña bicicleta roja.
—Por si no te has dado cuenta, no hay forma de despertar. Al menos, no por medios convencionales —continuó el viejo—. Y este, es el mundo de Magicant.
—Muchas gracias, Capitán Obvio. No llegas a decirlo y no me habría dado cuenta.
El anciano enarcó una ceja.
—Muchos chicos se han colado por este mundo, pero nunca me habían respondido así. En general, para ellos suele ser motivo de alegría. Veo por tu tono, que este no es tu caso.
—Ocurre siempre que discuto con mi padre. Hace eso de meterme una idea en la cabeza y…
—…esta termina por perseguirte, como si la conciencia te estuviera acosando. ¿No te da una pista de cómo conseguir salir de aquí?
—No me digas que… —el chico negó con la cabeza, su voz se llenaba de desesperación—. Oh, no. ¡Eso sí que no!
El vagabundo se limitaba a mirarlo en silencio. Max dio vueltas alrededor de sí mientras susurraba muchas maldiciones y otras palabras impropias de su edad, no tardó en encarar de nuevo al viejo.
—¿Debo leer ese maldito libro? ¿Eso es lo que me dices?
—Me temo que no hay otra manera, es eso o regresar constantemente. Es el principal problema de las obsesiones juveniles.
El muchacho suspiró. Con resignación, dejó caer sus brazos.
—De acuerdo, permíteme que me despierte y prometo que me lo terminaré.
—Ojalá fuera tan fácil, pero me temo que para despertarte tienes que tomar el libro en esta tierra, un acto que simboliza esa voluntad de cambiar de padecer. Está en esa montaña lejana de allí, y para conseguirlo, tendrás que…
No dijo el resto, se limitó a señalar la flamante bicicleta rojiza.
El muchacho enarcó las cejas.
—No me jodas, hombre. ¿De verdad tengo que pasar por todo esto? ¡Déjame despertarme de una vez!
—Hey, no soy yo el que está soñando, ¿recuerdas? Esto es cosa tuya, tal vez en el fondo crees que lo necesitas.
—¿Qué es cosa mía? ¡Tú eres parte de mí! ¡Y eres el que me envía a hacer esto!
—Pero sólo soy una proyección de tu voluntad. Míralo de esta forma, ¿no decías que preferías vivir la aventura por ti mismo en lugar de leer sobre otro chico viviéndola por ti? Pues aquí está la oportunidad que tanto habías anhelado.
—Sólo… yo sólo… —suspiró una vez más, se mordió la lengua—. ¡De acuerdo, está bien! Al menos dime cómo puedo llegar a alcanzar esa montaña, no parece muy fácil de subir.
—Sigue la senda que marca las ruedas de esta bici mágica y la alcanzarás, pero debo advertirte que no será simplemente llegar y tomar el libro.
—No, claro. Eso sería razonable…
—En la cima espera el Diablo, el ser que custodia esa posesión. Para vencerle es necesario que tengas valor y fe, algo que puedes encontrar allí.
El vagabundo señaló un grupo de casas viejas y blanquecinas. Tenían el aspecto de un viejo pueblo andaluz del siglo XIX.
—Esa zona es conocida como el Pueblo Español —continuó el anciano—. Allí vive un cura franciscano que es capaz de darte la fe suficiente para poder vencer al Diablo. Responde al nombre de Fray Perico, y seguro que está dispuesto a darte la fe y fuerza suficientes para poder vencer al Señor de las Tinieblas.
Impaciente, el muchacho apretó los puños. Ya estaba harto de escuchar tanta perorata.
—¿Sabes qué? ¡Me da igual! No pienso hacer una maldita yincana por toda la jodida Magicant. Me voy con la bici de los cojones a enfrentarme ya con el Diablo. Y en cuanto a ti y a todo este sitio, ¡os podéis ir a tomar por culo!
Y sin pensárselo dos veces, tomó el vehículo y se dirigió directo hacia la montaña. El vagabundo no lo perdió de vista.
—Esperemos que pronto cambie de parecer. Lo peor que puede pasar es que el Diablo logre quebrar su espíritu…
***
Max descubrió que a duras penas necesitaba pedalear. Era extraño, subía a lo largo de una colina cada vez más empinada, pero conforme avanzaba, más fácil se hacía el camino. Parecía que la propia bicicleta se movía con inercia, como si una voluntad ajena a la de él le estuviera arrastrando. De pronto, todo empezó a cambiar: el paisaje se tornó muerto, con un sol frío y negro que irradiaba un extraño malestar. Sus rayos oscuros se perfilaban con una luz tenue y enfermiza, generando en el muchacho un frío de siniestro origen en su interior, como si toda la esperanza infantil que lo representaba, fuera muriendo a cada metro que recorría.
No podía seguir, necesitaba dar la vuelta.
Pero por mucho que intentaba variar la dirección de su vehículo, este no lo permitía. Una fuerza maldita tiraba de él, y ahora era imposible dejarlo. Tan desesperado estaba que si por Max hubiera sido, se habría bajado de inmediato, aún con la velocidad que había cogido la bici y todo, pero algo en su interior le arrebataba la voluntad. Y al final, terminó llegando a su destino con los ojos cerrados. Al abrirlos, lo que encontró le sorprendió.
No era precisamente lo que esperaba: no se trataba ni de una imagen arquetípica, como la que podía encontrarse en alguna película de terror o en medio del carnaval; cuernos, alas de muciélago, patas de cabra y tridente. Tampoco algo demasiado ridículo, irrisorio o irónico en términos representativos; un abogado con corbata y maletín maletín, Ned Flanders o quizás el presidente del país. Ni siquiera en términos de tradición, como la de una serpiente o un ángel de hermoso rostro y un ala rota, pues lo que se encontró no fue más que un simple chico como él, tal vez con dos o tres años más que Max, pero en cualquier caso, nada que se destacara en ningún sentido. Y allí esperaba, con un rostro común, desinterés en la mirada y aguardando paciente en una vieja silla de madera.
En sí, era decepcionante y vulgar, pero por alguna extraña razón Max sentía en su interior como algo le clamaba por dentro. ¿Acaso el Diablo se había marchado? ¿Se habría equivocado la bicicleta? O quizás… tal vez estuviera cerca, más de lo que pensaba…
Se acercó al chico, sin pensárselo dos veces levantó la mano para saludarlo:
—¿Qué pasa?, tío.
El aludido alzó la vista. Sus ojos seguían reflejando indiferencia.
—Hola.
Un breve silencio se adueñaba de los dos. Max se fijó en lo que tenía entre sus manos: era un libro. ¿Sería aquello que tanto buscaba?
—Esa novela que lees tiene buena pinta. ¿Te mola?
—No está mal.
—¿Me la recomendarías?
—No lo sé. ¿Te gusta leer?
—Vaya, pues ahora que lo dices… —se rascó la cabeza, no había pensado en encontrarse con semejante pregunta. Por supuesto la verdad era que no, pero no podía soltarle semejante estúpidez. Ante el hecho de que era la única manera de salir, supuso que debía encontrar la respuesta más adecuada—. No sabría decirte, supongo que depende del libro.
—Pues entonces también depende del tipo de lector que seas.
—Ya…
Max entrecerró los ojos, era evidente que el muchacho que tenía delante sólo quería que lo dejara en paz de una vez, posiblemente para terminarse aquel maldito libro. No obstante, no podía permitirse el lujo de perder la oportunidad. Necesitaba saber si esa era la novela que buscaba, y en caso de que así fuera, debía conseguirla a cualquier precio.
—¿Qué libro es?
—Uno.
—Ya, pero el nombre.
—No lo recuerdo, hace tiempo que lo he empezado.
—Oye chaval, ¿me estás vacilando? ¡Sólo quiero saber el título de tu estúpido libro! ¡Eso es todo!
No obtuvo respuesta. En su lugar, siguió mirándolo en silencio. Max lo observó de arriba abajo, preguntándose a sí mismo si quizás debía intentar arrebatárselo de sus manos, o tal vez, pelear con el muchacho para conseguirlo. Nada más plantearse semejante cuestión, sintió como su corazón daba un vuelco. Aquella sensación de incomodidad se acrecentó, era como si toda la alegría que le daba la idea de vivir fuera desapareciendo. Sólo cuando desechó la idea del todo, la presión de la desesperanza se fue aminorando, aunque no por ello disminuyó.
Miró una vez más al muchacho, quien ahora no perdía la vista de él.
—Dime una cosa —inquirió Max—: por casualidad, ¿no será «El Pozo no tiene metro»?
—Acertaste.
—Y tú, ¿eres…? ¿e-eres el-…?
—…que lo cuida —culminó por él.
Un nuevo silencio se interpuso entre los dos. ¿De verdad tendría que luchar contra aquel ser para hacerse con el libro? Supo nada más verlo que no tenía sentido alguno, sólo intentarlo supondría la derrota. Nada se podía hacer sin la ayuda de una fe de hierro.
Ante semejante revelación, y sabiendo que a pesar de que estaba a su merced le había permitido acercarse, decidió que no tenía nada que perder preguntándole.
—¿Y por qué no me lo dejas? Estoy seguro de que alguien como tú podría leer todo tipo de libros.
Su interlocutor miró un momento el volumen que tenía entre sus manos, suspiró.
—Pero si hiciera eso, me quedaría sin saber cómo termina.
—¿Nunca lo has terminado?
—No. Llevó siglos, milenios, quizás eónes leyéndolo, pero nunca he conseguido llegar hasta el final. Dártelo supondría renunciar a ello, ¿no te parece?
Max se convenció de que todo estaba dicho; nada se podía contestar ante una declaración tan contundente. Teniendo en cuenta esto, estuvo a punto de intentar realizar su larga caminata de regreso. Pero antes de empezar, su interlocutor continuó:
—Aunque… —se auto-interrumpió, elevó la vista para encontrarse cara a cara con Max. Los ojos del Diablo eran dos diamantes fríos e inhumanos—. Estoy abierto a negociar. Por supuesto, siempre y cuando estés dispuesto a pagar el precio.
El pre-adolescente enarcó una ceja.
—¿Qué clase de precio?
—Tienes dos opciones —alzó un dedo—: número uno, aceptas venderme tu alma, en cuyo caso te daría el libro y podrías volver a tu hogar… —alzó el segundo dedo— …o número dos, luchas contra mí, y si sales victorioso, te puedes quedar con el libro. ¿Qué me dices, Max?
Al muchacho no se le escapó el hecho de que acabara de llamarle por su nombre. Y ello, a pesar de que no se lo había dicho anteriormente. No obstante, no impidió que se lo pensara dos veces. Lo cierto es que la oferta era tentadora. Después de todo, la situación que vivía no era real, ¿verdad? Y aquel ser que representaba al Diablo no podía ser el auténtico Señor del Mal, ¿no? Sólo era una proyección de su mente…
¿Pero no significaría aquello que se rendía? ¡Con todas las consecuencias que ello podría suponer! El frío que le atería en el cuerpo era muy real, quizás entonces perdería esa alegría de vivir, tal vez no sería algo que echara de menos, pero tenía la sensación de que entonces tiraría por la borda mucho de lo que le definía, y quizás, eso a la larga terminaría por destruirlo.
No, hacer un trato no era plausible. Y si decidía enfrentarse contra él sin la seguridad de la fe, entonces obtendría una derrota segura. En cuyo caso, las consecuencias no estarían tan claras. Por esa razón no tuvo más remedio que admitir que aquel estúpido vagabundo tenía razón… ¡Debía encontrar a ése cura! Se maldijo a sí mismo por haber sumido el tener que entrar en el juego que le habían preparado para poder regresar a su casa, pero ya nada importaba. Ahora sólo restaba el regresar sin importar las condiciones.
—¿Me dejas marchar para que me lo piense? Necesito algo de tiempo, ¿sabes?
Tras decir aquello, sintió que la presión que le imponía en su corazón desaparecía. Junto a ella, vio como la bici por fin se tambaleaba. Tal y como si la fuerza misteriosa ejercida sobre ella, hubiera desaparecido de inmediato. El Diablo asintió levemente.
—Claro, ni tú ni yo tenemos sitio alguno al que ir. Aquí estaré: leyendo y esperándote. De todas formas lo que sucederá ya sucedió. Alguien lo ha escrito, ¿recuerdas? Es el final de esta historia que tanto deseo terminar. ¿Quién sabe? Tal vez llegue a leerlo antes de que volvamos a encontrarnos. Hasta entonces, cuídate mucho, Max.
Y siguió con sus ojos volcados en el libro. El muchacho acababa de librarse por alguna extraña curiosidad del demonio, o tal vez, formaba parte de un plan descabellado que este había desatado. En cualquier caso era su oportunidad de alejarse de semejante ser y no iba a desaprovecharla. Tomó la bici y comenzó a descender. Y conforme se alejaba fue perdiendo aquella sensación pesada de desesperanza. Sí, no tenía más remedio que ir al Pueblo Español. Y con suerte, conseguiría librarse pronto de aquella pesadilla.
***
El ambiente con el que se encontró era pintoresco; calles prácticamente sin asfaltar, aceras empedradas, candiles de velas apagadas, edificios de arquitectura antigua y mucha gente realizando todo tipo de actividades en las calles, llevando carretas de caballo en lugar de coches, motos y otros vehículos motorizados. Sin embargo, lo que más le sorprendió a Max fue el hecho de que, muy a pesar de estar llevando unas ropas y un transporte de fuera de época, no parecía llamar la atención.
«Debo dejar de ver el Ministerio del Tiempo» —pensó.
Pero, ¿por dónde empezar? Buscar a alguien en semejante ambiente era como hallar una aguja en medio de un pajar. Pronto, se vio observando las actividades de cada uno de los individuos, y tras mucho buscar, por fin encontró a alguien prometedor sentado en mitad de la acera; bolsa de cuero entre sus piernas, corte de pelo al estilo de tonsura, manos apoyadas en su sotana, a la altura de sus rodillas, y rostro apesadumbrado.
Y era el único con aspecto de cura a más de mil millas a la redonda. Por ello, Max deseó más que nunca acertar con el tipo.
—Hey, ¿eres ese tal Fray Perico?
El franciscano alzó la vista, sonrió.
—Sí, por supuesto. ¿En qué puedo ayudarte, m’hijo?
El muchacho apretó el puño en señal de victoria, por fin las cosas iban como esperaba.
—¿Estarías dispuesto a echar una mano a un necesitado?
El cura se levantó.
—Bueno, después de todo vivo para servir. ¿Qué necesitas?
—Un viejo me ha indicado que eras la persona perfecta para ayudarme a vencer al Diablo. Me dijo que junto a ti no podía perder, que podías darme «Fe», o algo así.
—Entiendo… Sí, puedo hacerlo.
—Y bueno, necesito vencerle para poder regresar a mi casa. ¿Me ayudarás?
El rostro de Fray Perico se iluminó.
—¡Me encantaría hacerlo…! —se auto interrumpió. Mirando la bolsa, su semblante se tornó entristecido—. Por desgracia tengo un dilema que me bloquea. Incluso si quisiera ayudarte no podría, porque toda la fuerza que puedo prestarte reside en que suelo estar alegre. Pero no puedo estarlo ahora, pues estoy sufriendo una gran desazón.
El chico chasqueó la lengua con fastidio. ¡Claro, no podía ser tan fácil! ¿verdad? Siempre ocurría algo que se interponía y ponía más difíciles las cosas. Pero no tenía más remedio, debía seguir el juego.
—¿De qué se trata? ¡Y espero que no sea algo muy complicado!
—Bueno, ¿ves a esos tipos de allí?
Max observó la dirección que le señalaba. Un grupo de gitanos estaba apostado en una esquina con un carromato, algunas gallinas y un burro que se resistía a que le colocaran las grebas.
—¿Los del asno?
—Sí, se llama Calcetín. Y como puedes ver, al pobre no lo tratan muy bien que digamos. De alguna manera sé que nuestras almas están predestinadas, ¿sabes? Que es un amigo que podría hacerme compañía, y al que a cambio, yo le podría dar una vida mucho mejor.
El chico se mordió los labios.
—Tío, es sólo un burro. ¿Cómo puedes pensar que tenéis almas afines? Súperalo de una vez.
—De verdad, lo he intentado. Pero es algo que me obsesiona, m’hijo. ¿Nunca has sentido una necesidad tal de amistad, que sólo puede ser algo proveído por el Señor?
—No, nunca me he considerado tan idiota.
El cura suspiró lleno de tristeza. Casi de inmediato el chico se arrepintió, sintiéndose culpable.
—Vaaaale, está bien. Te ayudaré, lo prometo.
Fray Perico sonrió.
—Gracias.
—¿Has pensado en comprarlo? Seguro que si les das una cantidad justa están dispuestos a ayudarte.
—Sí, claro. Fue lo primero que pensé.
—¿Y por cuánto te lo ofrecieron?
El franciscano se rascó su oronda panza, lo cierto es que era una pregunta que parecía resultarle curiosa.
—La verdad, me preguntaron cuanto dinero tenía en la bolsa. Yo le dije a esos amables caballeros que llevaba treinta escudos…
—No me digas más… —interrumpió el muchacho—. Te dijeron que el burro costaba treinta escudos, ¿no?
El fraile se quedó boquiabierto.
—Vaya, es asombroso. ¿Cómo lo has adivinado?
—Síiiii, asombroso. Empiezo a creer que tenías razón. Sin duda, ambos tenéis que ser almas afines… —el pre-adolescente se detuvo, señaló a los tipos—. Si me dejas la bolsa, yo mismo te traeré a tu amigo.
El cura aceptó sin dudarlo. Lo que le hizo pensar al muchacho sobre lo muy inocente que este era, agradeciendo entonces habérselo encontrado antes de que otro más listo, le hubiera engañado para después escaparse con las monedas. Apenas tardó unos cinco minutos en aparecer tirando de las riendas del animal. Aquella imagen había iluminado el rostro del cura, por alguna razón, eso le hizo que el chico se sintiera bien.
—Aquí lo tienes —contestó Max—. Tu amado Calcetín.
—¡Muchas gracias! Y dime, m’hijo: ¿traes también la bolsa de cuero?
El muchacho se la entregó. Ante sus ojos vio como el rostro del cura volvía a un tono nervioso.
—¿Y los treinta escudos? ¿No están dentro?
—Eh… no. Por norma general un intercambio comercial supone la entrega de pasta a cambio de bienes y servicios.
—¿Eh?
El chaval resopló una vez más.
—Les he pagado con los treinta escudos.
—¡Santo Dios! ¡¿Pero qué has hecho?!
Max frunció el ceño confundido.
—Pero, ¿no era lo que querías? Tenías el dinero y a cambio de este he pagado a tu amigo, ¿no está bien?
—Sí, pero es que el dinero no es mío. ¡Tengo que dárselo al resto de los frailes! ¡No podrán perdonármelo!
—¿Y qué hago?
—Tienes que hablar con ellos, convencerles de que te lo devuelvan. ¡Paguémoslo de cualquier otra forma, pero no puede ser con ese dinero!
—¿Estás loco? ¿Has visto el tamaño de las navajas de sus bolsillos? ¡Si les pido el dinero de vuelta es posible que no lo cuente!
El cura agarraba la cabeza. Ahora en lugar de triste, parecía desesperado.
—¡Oh, Dios! ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Qué le diré a los hermanos…?
Max se arrepintió. La alegría que había sentido al ver contento al fraile se precipitó en culpabilidad. Además, en esas condiciones era imposible que pudiera ayudarle con su fe. Sí o sí, no tenía más remedio que armarse de valor para pedirle a esos hombres que le devolvieran el dinero. No sabía cómo lograrlo, ni tampoco el resultado que ello propiciaría, pero no tenía más remedio que asumir el hecho. Por ello, tomó una decisión:
—Espera aquí. Volveré enseguida, ¿vale?
Tras decir aquello fue a engrentar a los tipos. En su interior, deseó que estos fueran razonables.
***
Cuando les pidió el dinero de vuelta —y al ver que este no regresaba con el asno— la respuesta no se hizo esperar: risas generalizadas.
—No puede etá hablando en serio, payo. ¿Darte los dineros? ¿Y qué ganamo nosotro?
Al principio Max estaba nervioso, pero su determinación no tenía límites. Tras hacerles entender que estaba dispuesto a pagar de cualquier otra forma, los hombres que habían pretendido estafar al cura, resultaron ser más razonables de lo que se había figurado en un inicio.
—¿Sabe qué? E’posible que podamo llega a un acuerdo…
Decidieron entonces que lo llevarían en dirección a su jefe, aquel que llevaba todos los chanchullos de la mafia gitana. Para ello tanto Fray Perico como él accedieron a acompañarlos en el carro en dirección a Nova Venecia, un pueblo que tenía el aspecto de la ciudad italiana que daba nombre en el S. XVI. El ambiente era más festivo de lo que esperaba, y si ya de por sí Max se había sorprendido al visitar el Pueblo Español, al llegar a la ciudad se había convencido de que aquello sólo podía representar magia pura: las calles estaban llenas de malabaristas, enanos, ilusionistas y seres ataviados con máscaras de largas narices y calzones de erótica naturaleza. Todos bailaban, bebían, disfrutaban y se comportaban como locos. Una multitud en la que reinaba una anarquía tan pagana, que el mismo Fray Perico se santiguó cuando el carro atravesaba la calle.
—Es el Carnaval —aclaró el gitano—. La fiesta ma importante del año. Por ahí, si tenemu tiempo, o invitamo despué a una jarra de vino.
Max afirmó en silencio, no pensaba decirle que rechazaba la invitación. Lo mejor era seguir adelante y rezar para que con el tiempo, se olvidaran de la idea. Pronto, no tardaron en atravesar toda aquella locura y en conducirlos a un callejón. ¿Y si les llevaban allí precisamente para quitarles todo lo que tenían y después asesinarlos? El chico ya empezaba a preguntarse si había sido una buena idea, cuando les llevaron al interior de un edificio. Allí, en mitad de una penumbra, aguardaba en un trono de madera pintada, una figura algo extraña. Vestía de color rojo, con ropajes venecianos elegantes, que sin embargo, estaban parcheados con telas de distintos colores. Parecía un harlequín loco y desnutrido, cuyos rasgos se escondían en una máscara blanca, y de la que sólo se podía percibir sus ojos pardos. De inmediato, habló:
—¿Es certo lo que dicen mis hombres? ¿Tú ere il bambino qui viene a ayudarnos?
—Es posible, ¿nos daréis a Calcetín si acepto?
El líder de los gitanos se giró en dirección al secuaz que había traído tanto al chico como al cura. El aludido se quitó el sombrero con respeto, tragó saliva.
—Se lo juro por mi pare, patrón. Este payo es’er chavá más valiente que he visto.
Complacido, el jefe se dirigió al chico. Se quitó la máscara: el rostro que lo observó era el de un galán de tez oscura con cabellos largos y lacios.
—Da acordo. Mi nombre e’ Pietro Sassone. Dirijo a estos buenos hombres para que sobrevivan en las calles. Y créeme: si consigues resolver il nostro problema, da por hecha la entrega d’il asino. Pero si en lugar de eso tratas de engañarnos…
Se interrumpió. Apenas dio un movimiento inclinado con su cabeza, y uno de los gitanos que estaba colocado tras el franciscano extrajo una navaja a la velocidad del rayo, colocándola en ese momento en su cuello. Los ojos de Pietro se posaron de nuevo sobre los del muchacho.
—¿Capichi?
Max afirmó en silencio, dando a entender que entendía perfectamente la advertencia. Más valía que en esa ocasión tuviera un éxito verdadero en aquello que fueran a pedirle.
—¿Qué debo hacer?
El veneciano se levantó del trono, señaló a unas escaleras empedradas de su izquierda que se dirigían a algún lugar profundo en la Tierra.
—Ven conmigo, por favore.
El muchacho le obedeció, recorriendo entonces unas estancias que se hacían cada vez más húmedas. Pietro Sassone cargaba una antorcha con la que combatía la oscuridad, mientras que Max hacía un esfuerzo por no aterrorizarse. Al paso de ambos, varios murciélagos despertaban, tratando de alejarse del foco de luz que los invadía. Pronto llegaron a una gran sala: una catacumba que ejercía de cripta natural. Y en medio, una tumba de cristal en el que una mujer bella como el nácar se sumía en un sueño eterno. Piel blanca como el hueso, juventud intocable como la de la misma Blancanieves, algo en ella daba la sensación de una paz extraña.
—Bianca, la única donna que conocí más fuerte que cualquier autoridad. Ella decidio morir antes que dejarse someter por su padre, y todo, por ir con el suo amado: Giulio. —Se giró ante el muchacho. Su tristeza era latente—: pero la sua ánima ha quedado atrapada en esa prisión carnal, no podrá marchar hasta que encuentre un transporte en el que viajar al paraíso.
—¿Qué tipo de transporte?
—Un armiño durmiente. Pero no es fácil de conseguir, se lo llevó otra donna, una tal… Luciana. Pero ella ahora no está aquí, se ha ido al Valle dilla Morte a enfrentar la sua vida contra il Señor dila Guadaña. Tendrás que viajar allí, y convencerla de que te devuelva el armiño.
En otras circunstancias Max se habría negado, pero ya empezaba a asumir cual era su papel en ese particular sueño.
—Lo haré.
Tras haber decidido dar el paso, el líder de los gitanos sonrió. No quedó más que llevarlo ante la bruja Maffei, una sabia hechicera que conocía artes oscuras con las que le podría ayudar a viajar a su destino. Y tras beber una poción de extraña naturaleza, Max sintió como su espíritu se desconectaba de su cuerpo físico…
***
A esas alturas del partido ya poco podía llegar a sorprender al pre-adolescente, pero sin embargo, la escena con la que se encontró le dejó boquiabierto:
Dos figuras antagónicas: una adolescente vestida en un manto blanco, pequeña y fragil, y al otro lado un espectro enorme ataviado con una túnica raída, negra y polvorienta. El aspecto de este último ser era terrorífico, diríase modélico: La Muerte en todo su esplendor. Huesos blanquecinos, calavera astillada, guadaña raída. En cambio, la niña parecía un alma perdida, descarriada.
Ah, sí. Y ambas figuras disputaban una partida de ajedrez.
—NIÑA, HAN PASADO MESES… —reclamaba la lúgubre eminencia—. SÍ, LITERALMENTE HAN SIDO MESES. ¿NO VAS A MOVER YA?
—Déjame que lo piense bien —reclamaba la niña.
La Muerte suspiró.
—A ESTE PASO TENDRÉ QUE IR A RECOGERME A MÍ MISMO. CÓMO LAMENTO NO HABER INSISTIDO EN QUE USÁRAMOS CRONÓMETRO…
Fue en ese momento cuando decidió intervenir el chico:
—¿Me permitís un momento?
Ambos seres se giraron unos segundos en dirección al muchacho. Después, continuaron con la partida.
—ESPERA UN INSTANTE, MAX. DÉJAME QUE TERMINE LO QUE TENGO PENDIENTE CON ESTA CHICA, Y LUEGO ME OCUPARÉ DE TI.
—¿Cómo sabes mí…?
—¿…NOMBRE? —culminó el ente—. ¿EN SERIO LO PREGUNTAS? ¡SOY LA REPRESENTACIÓN ANTROPOMÓRFICA MÁS FAMOSA DE LOS SIETE PLANOS!
El muchacho tragó saliva.
—No importa, colega. De todas formas el asunto es con Luciana. Por mí si eso podemos discutir lo que sea después, como dentro de muchos, muchos años. No te ofendas, ¿eh?
—TRANQUILO. ESTOY ACOSTUMBRADO…
—Bien, vale. Esto… ¿Luciana?
La adolescente se giró fastidiada, en su rostro podía leerse la impaciencia.
—Venga, pero que sea rápido. Estoy disputando mi vida con la Muerte, y llevo ya varios meses en coma. No quiero que en caso de que yo gane, terminé por despertarme con demasiada debilidad muscular.
—Por casualidad no tendrás un armiño durmiente, ¿verdad?
La chica afirmó.
—Sí, bueno. Algo así, tengo el colgante de un armiño que duerme en mi cuello. ¿No lo ves?
Sí, ahí estaba. Decorando el gracil cuello con el brillante color de la plata. Sin duda, tenía que conseguirlo.
—¿Me lo podrías dar? El espíritu de una chica lo necesita para poder ir al paraíso con su amante.
Luciana se giró en dirección a la partida.
—Lo siento, pero yo también lo necesito. Si me lo quitó, no podré seguir disputando está partida con la Muerte, y sería como si me rindiese. Tendrás que esperar a que termine.
El chico empezaba a desesperarse. Con tensión, apretó los puños.
—Venga, no puede ser tan difícil. ¿Por qué no mueves ese alfil?
—Imposible, si hago eso moverá la torre, y cuatro jugadas después sería Jaque Mate.
—¿Y ese caballo?
—Reduciría mis posibilidades de nueve a uno a tablas. En cuyo caso, tendríamos que comenzar la partida otra vez. Si no termino por perder, claro…
—¡Venga, algo se tiene que poder hacer!
—¡Ten paciencia! —reclamó la chica.
—¡JODER! NO AGUANTO MÁS ESTO. ¡PARA YA CON LAS INTERRUPCIONES! —exclamó la Muerte—. ¡ERES INSUFRIBLE! ¡NI SIQUIERA CON RINCEWIND TENÍA QUE SOPORTAR COSAS ASÍ!
El muchacho llamó la atención de la Parca.
—¿Permitirías a Luciana que recibiera ayuda de cualquier otro mortal?
—SÍ, LO PERMITO. PERO DEJA YA DE DAR POR CULO.
—¿Y podría volver a la Tierra para traer a ese otro que viniera a ayudarla?
—OH… ¡SÍ, POR FAVOR! ¡HAZ ESO! ¡¡¡HAZ PRECISAMENTE ESO!!! PERO LÁRGATE YA Y DEJANOS JUGAR TRANQUILOS DE UNA VEZ.
Dicho lo cual, la mismísima Muerte alzó un momento su guadaña para permitir que las puertas de la vida y la muerte volvierán a abrirse con el fin de que Max pudiera retornar a su cuerpo…
***
Cuando regresó al plano terrestre de Magicant, Max le contó todo a Pietro Sassone, quien no dudó en escucharle con suma atención. Y al terminar de oír toda la historia, se quedó con lo más importante: aún tenían una oportunidad para conseguir el armiño que duerme.
—Entonces, ¿necesitas encontrar al mejor jugador de ajedrez para vencer a La Morte?
—Básicamente.
El líder de los gitanos miró al muchacho con total seriedad.
—Lo conozco, pero no es il ragazzo con el que mejor me llevo.
Dicho eso, accedió a acompañar al muchacho para encontrar al tipo que describía, pero a cambio, Fray Perico debía quedarse en la guarida de los gitanos como aval. Y mientras, ambos recorrieron Magicant en dirección a una nueva ciudad: Crimenópolis, una zona urbana que parecía mezclarse con la estética de la Londres Victoriana, junto con el aspecto decadente de la Chicago de los años treinta. Era una megalópolis que a veces se bañaba de neón, y otras, de vapor entre sus calles. El crimen era el pan de cada día, y en todo el lugar no había nadie que se sintiera seguro.
—¿De verdad vive aquí este jugador? ¿Es amigo tuyo?
—No, inemigos. Pero te puedo asegurar que es il miglior jugador que jamás conocerás. O más bien, los migliores.
El chico no tardó en descubrir a qué se refería. En un callejón perdido se los encontró: ¡Sherlock Holmes y Sam Spade! ¡Los detectives más famosos del mundo del cine y la literatura!
Max nunca había leído ninguna aventura de los dos, pero al primero lo conocía porque formaba parte de la cultura popular. Y al segundo, porque la película favorita de su padre era El Halcón Maltés, de John Huston. Aquella que había visto desde que tenía uso de razón, y cuyo actor protagonista —según su papá— era el mejor actor que había existido en toda la historia. Era como ver una discusión de actores: Basil Rathbone contra Humprey Bogart, o algo así sería lo que diría su padre.
Ambos observaban un cadáver, y no cejaban de discutir el uno con el otro.
—Francamente, Sr. Spade, no niego que sus métodos sean eficientes. Sin embargo, un acercamiento más científico puede ayudarle a sacar conclusiones más exactas.
El detective norteaméricano se acomdó el sombrero de fieltro. Metió sus manos en los bolsillos de su gabardina.
—Acercamiento que sirve bien como trabajo de oficina, pero en la calle uno debe guiarse más por el instinto. A veces uno o dos dedos rotos pueden ser la diferencia entre una información recibida a tiempo, y otro asesinato.
—Datos que pueden tomarse como falsos y llevados bajo coacción. Por no hablar de que yo también realizo trabajo de campo. Se me reconocen mis méritos, ¿no cree?
—¿Y los míos son menores? Parece que a alguien se le ha subido la fama a la cabeza…
En ese momento intervino el muchacho, quien se acercó a ellos sólo, dejando que el líder de los gitanos se mantuviera al margen.
—Disculpen…
Pero le ignoraban:
—No estoy diciendo que mis logros sean superiores —añadió Sherlock—, simplemente que las cosas funcionan mejor cuando ejercitamos nuestro mejor músculo: el cerebro.
—oigan…
—Pero en el cerebro también está la intuición, algo que no necesita entrenarse y que no requiere un razonamiento tan complejo —respondió Sam.
—Por favor…
—¿Pretende sacar las conclusiones en base a la intuición? ¿Qué clase de jurado aceptaría un cargo de culpabilidad con esa excusa? ¡No sea ridículo!
—¡¿Me podéis escuchar de una vez?!
Ambos detectives pararon, miraron de soslayo a Max.
—Gracias —exclamó el chico—. Por fin me hago oír.
—Discúlpenos, joven. Mi amigo y yo estábamos enfrascados en una pequeña batalla dialéctica aquí. —se excusó el inglés.
—Sí, lo que dice este —secundó el norteaméricano.
Sherlock Holmes continuó:
—¿En qué podemos servirle?
—Alguien me ha dicho que sois los mejores jugadores de ajedrez de toda Magicant.
El sabueso de Baker Street se aclaró la garganta.
—Bueno, no me gusta presumir…
—No, claro… —interrumpió Spade. Tras lo cual, Sherlock lo observó de reojo con displicencia y, decidiendo ignorarle, continuó:
—…pero sí, nunca he llegado a perder una partida en toda mi vida. Y no creo que llegue el día en que termine por perderla.
—Eso es porque nunca has jugado contra mí —enfrentó el neoyorquino mientras se encendía un cigarrillo en la boca.
El muchacho asintió entusiasmado.
—¿Y estaríais dispuestos a vencer una partida a la mismísima Muerte?
—Suena tentador —inició Holmes—, pero por desgracia tenemos un crimen que resolver.
—Corrección: yo tengo un crimen que resolver —añadió Spade—. Tú te has apuntado porque siempre tienes la necesidad de desdecir mis habilidades detectivescas.
—Sólo pretendo ayudarle dándole algunas bases que siempre parece olvidar…
—¡Eres un cretino presuntuoso!
—¡Y usted un bestia sin remedio!…
Derrotado, el muchacho se alejó dejando que ambos detectives continuaran con aquella discusión tan infantil como absurda. De alguna forma se veía más patético cuando un chaval de su edad reflexionaba que dos adultos no hacían más que comportarse como críos. No tardó en acercársele Pietro Sassone.
—¿Lo has resuelto?
—No, están demasiado pendientes el uno del otro como para querer interesarse por nada más. Es como si compitieran entre ellos, como si necesitaran demostrar que son mejores que el otro en lo suyo.
—Es una mala noticia, ¿tienes algún plan?
El chico comenzó a sollozar.
—No sé, me he quedado sin pistas.
El líder de los gitanos afirmó. Por primera vez, parecía mostrar cierto carácter compasivo.
—Has hecho lo que has podido, bambino. Tu amigo no peligrará, y no tienes porqué pagar al tuo asino. Ya encontraré yo la forma de ayudar a la pobre Bianca.
Y algo extraño sucedió en ese momento: Max se negó.
—No puedo abandonarla. Permíteme seguir por aquí, tal vez así encuentre algo con lo que pueda convencer a los detectives.
Pietro asintió.
—Mientras, io te esperaré in Nova Venecia. Mucha suerte con la tua búsqueda, Max.
***
Sin saber ya qué hacer, Max se dedicó a andar sin rumbo de una calle a otra, sin apenas prestar atención a lo que había a su alrededor. Tal era su desasosiego, que era incapaz de percibir el peligro que podía correr en aquellas calles tan turbulentas. En su interior, todo eran pensamientos pesimistas.
—¿Cómo podré convencerlos? ¿Cómo ayudar a la pobre chica desamparada? Al final, tal parece que no hay nada que pueda hacer. Es irónico, justo cuando por fin empiezo a vivir esta aventura como algo propio, encuentro el camino cortado…
En ese instante, sintió como alguna cosa terminó por sacarlo de sus pensamientos. Tropezó con algo que estaba en medio de su camino, o más bien, como pronto descubriría, contra alguien.
Era un hombre joven, con el pelo revuelto, que se estaba frotando la cabeza y los cordones desatados. Por su aspecto, parecía querer tirarse de un puente.
—Lo siento mucho —se excusó Max—. No era mi intención tropezar.
—No pasa nada… —respondió.
Dicho lo cual, continuó atándose los cordones, y después, se quedó mirando una nota en silencio, apoyado en una pared con pintadas y graffitis de mal gusto. Max no pudo evitar fijarse en el rostro del muchacho. Había visto muchas caras tristes aquel día, pero ninguna como la de ese chico.
—¿Estás bien?
El joven le devolvió la mirtada, tenía el rostro de un zombie catártico. A pesar de ello, se esforzó en regalarle una pequeña sonrisa.
—No pasa nada, de todas formas no creo que alguien de tu edad puedo manejarlo.
—No lo sé, hoy me he visto cara a cara con la Muerte. Y antes, me he enfrentado al Diablo. No sé si ahora algo podría sorprenderme.
El muchacho lo miró de reojo, había sorpresa en su gesto.
—¿De verdad?
Pero la cada de Max no podía mentir, ¿qué otra cosa podía ser aquella sensación pesada que tan bien conocía?
—Pruébame, de todas formas no tienes nada que perder, ¿no? —insistió el pre-adolescente.
El joven asintió, era lo más sabio que había escuchado en muchísimo tiempo.
—Mi nombre es Isaac Soler. Y hoy, me he enterado de que mi hermano, Chema, murió asesinado en una lejana guerra.
—Vaya, eso suena terrible.
—Lo es. No sabes lo que duele perder a un hermano.
—Puedo imaginármelo… —exclamó. Y de pronto, sonrió—. ¡Pero conozco a unos hombres que estarían dispuestos a hacer justicia! ¡Créeme, si me das las fotos y los archivos de tu hermano, podríamos hacer que ellos lo paguen!
—¿Y qué sentido tendría? Seguiría existiendo un mal en el mundo incapaz de solucionarse. Es algo que entendí con esta última nota que me dejó antes de morir. Un trozo de papel con unas palabras que me destrozan: «¿Qué hace un hombre con un tenedor en una tierra de sopas?».
Un silencio se interpuso entre los dos.
—Dime, chaval —continuó Isaac—. Tú que dices haber enfrentado al Diablo, ¿podrías darme una respuesta?
Max se rascó la cabeza, no era una pregunta fácil de contestar.
—No lo sé, ¿comer filete, quizá?
La congoja volvió al rostro del joven.
—Supongo que no es sencillo de resolver… —dijo. Y en sus palabras, parecía existir un deje acusatorio. Como si el hecho de confiar en un crío, hubiera sido un error—. No es culpa tuya, pero gracias por tu respuesta.
Sin embargo, Max no quiso rendirse.
—¿Qué hay de malo con esa respuesta? ¡Es tan válida como cualquier otra!
Silencio. Isaac Soler seguía ante el papel.
—Tal vez —aventuró el pre-adolescente—, en un mundo en el que sólo hay sopa, la única respuesta posible es tirar el tenedor y comérsela con las manos. ¿Por qué no hacerlo así? ¡Usando las manos!
En ese momento, los ojos de Isaac Soler volvieron a despertar. Un hambre de justicia que se había dormido, volvió a encenderse.
—De hecho… eso que dices es brillante.
—¿De verdad? —preguntó Max.
—Es la respuesta perfecta.
Le entregó las fotos de su hermano.
—Llévame ante esos detectives —exigió el muchacho—. Mi hermano merece que su crimen sea resuelto.
De esta forma, Max sonrió.
***
Poco a poco, todos los problemas se fueron resolviendo:
Primero, fue la discusión de ambos detectives. Al entregarle las fotos del hermano desaparecido, ambos se sintieron tan identificados con el problema, que terminaron por dejar de lado sus diferencias en pos de resolver el crimen. Debido a que en sus habilidades eran los mejores, apenas tardaron unas pocas horas en solventar el crimen, y en nada, entregaron a la justicia los detalles para capturar al homicida.
—Muchas gracias —le dijo Isaac a Max—. Ahora puedo seguir ejerciendo el periodismo con total convicción. He aprendido mucho de ti y tu voluntad, no la abandones nunca.
Después, llegó el duelo contra la Muerte. Nada más ver el tablero, tanto Sherlock Holmes como Sam Spade consiguieron resolver la partida. Sorprendida, la Muerte se agarró las manos a la cabeza.
—NO LO ENTIENDO, ¿CÓMO LO HABÉIS HECHO?
—Elemental —introdujo el sabueso de Baker Street—. Sin daros cuenta habíais realizado una reversión de la Partida Inmortal. La clave estaba en dejar que te comieras a la Reina, para empujarte a que encerraras a tu Rey en una defensa imposible.
—No está mal, pero siempre preferí la jugada de la Siempre Viva —culmino Spade.
Tras ello, la chica pudo entregar el colgante del armiño durmiente, pues ya no lo iba a necesitar más. Al regreso del muchacho y los detectives, pudo dárselo a Pietro Sassone, que sonriente, prometió no robar nunca más.
—Ahora la sua ánima podrá volar al paraiso, junto con Giulio —se giró en dirección al muchacho—. Grazie, Max. Ojalá encuentres aquello que sempre has anhelado…
Y por último, Fray Perico pudo acompañarlo montado en su fiel Calcetín, llevándolo cara a cara contra el Diablo. Al subir a la montaña volvía a sentir esa desazón que amenazaba con arrancarle el corazón, sólo que esa vez, iba preparado. Pues también le acompañaba un valor indecible del que Max, supo entonces, era el resultado del aprendizaje que había obtenido a lo largo del viaje.
El Diablo alzó la mirada. Su naturaleza seguía siendo indiferente.
—Dime, ¿estás preparado?
—Sí.
El interlocutor se levantó de su silla de madera. Ya sabía que sería un enfrentamiento, nada de tratos.
—Antes de empezar, dime una cosa —exclamó Max—. ¿Ya te has leído el final?
—Sí.
—¿Y qué te parece?
El Diablo sonrió.
—La mejor manera en que podía terminar…
El duelo no fue como se lo imaginó: un juego con un dodecaedro de cristal, de esos que solían usarse para realizar partidas de rol. Tras la lucha, el destino se impuso, y al final Max, de una forma o de otra, pudo hacerse con el libro…
***
Se había dicho miles de veces que no tenía que intervenir, pues era necesario que su hijo se llevara el escarmiento para que aprendiera la lección. No obstante, era incapaz de dormir si no resolvía el asunto.
«De acuerdo, Max. Tú ganas —pensó su padre, totalmente apesadumbrado—. Por esta vez haré tu tarea mientras duermes, pero tienes que empezar a ser consecuente con tus acciones»
¿Cómo podría educarlo si se comportaba de una forma tan blanda? No importaba, no podía permitir tampoco que tirara su futuro por la borda. Mientras dormía, el tomaría el libro, se lo volvería a repasar y realizaría por el chico todas las tareas que le habían ofrecido sin hacer ruido alguno. De esta forma, evitaría que le suspendieran.
Pero fue justo al entrar en la puerta cuando se encontró con algo que lo sorprendió:
Una pequeña luz estaba encendida. Y de espaldas a él, su hijo leía y resolvía los ejercicios. No pudo evitar sonreír. Sin duda, el chico empezaba a crecer.
«Va a llegar lejos, lo sé —reflexionó—. Nada podrá deternerlo…»
Pero en la cabeza de Max, eso era lo de menos. Porque ya no estaba terminando una tarea pendiente de acabar. Ahora, aprendía que la acción de leer suponía vivir no una aventura, sino miles. No recoger una experiencia, sino varias. No aprender, sino reflexionar.
Contento con su nuevo descubrimiento, y aprendiendo que con esta habilidad el mundo sería suyo, escribió las primeras palabras de un trabajo que había cambiado su vida para siempre:
«El Pozo no tiene metro, un trabajo para la vuelta al cole»…
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