No recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que consiguió dormir. Llevaba más de dos años en paro y se arrepentía de haber tomado aquella decisión, cuando un agente literario se puso en contacto con él.
Todo funcionó de maravilla por aquel entonces, su novela Extinción: el último día, que estaba en su mayoría publicada en un blog gratuito, tenía cientos de visitas diarias. Él pensaba que compartir su historia de aquella manera le haría ganar lectores para las futuras novelas que presentaría a todas las editoriales posibles, pero lo que no se esperaba era que tuviera tanto éxito ya incluso antes de ser acabada, tanto que no dudaron en ofrecerle un importante contrato desde una de las grandes editoriales del país. Terminó la novela con entusiasmo en un par de meses, y tras hacer unos pequeños ajustes aquí y allá, su Ópera prima fue publicada.
Se puso a la venta en grandes superficies, firmó ejemplares en importantes salas y las ventas empezaron a subir como la espuma, los ceros de su cuenta bancaria aumentaban y consiguió aquello con lo que soñaba veinte años atrás cuando escribió su primer relato… ser escritor y vivir de ello. Desde la editorial le animaron a escribir más, su agente literario lo llamaba «la joven promesa». Su siguiente trabajo —la continuación de su primera novela— no defraudó, se ganó la confianza de los lectores que ya le seguían y consiguió muchos más, todos apostaban por él. La prensa lo apodó «el Stephen King español» y la crítica lo situó en el pedestal más alto del terror. Así que, henchido de orgullo, decidió que ya no le hacía falta trabajar y abandonó su puesto de administrativo en una empresa, para así poder dedicarle más tiempo a su hobby, ahora convertido en profesión.
Pero la vida no nos sonríe siempre y puede traicionarnos en cualquier momento. La crisis estaba en su máximo apogeo, las listas de paro alcanzaban números impensables algunos años atrás. Los desahucios estaban a la orden del día, se creaban nuevos impuestos que empobrecían aún más si cabe al ciudadano y los derechos civiles conseguidos con sangre, sudor y lágrimas eran suprimidos. Las protestas eran silenciadas con golpes, los que no callaban y obedecían eran acusados de terrorismo y el despotismo de la clase política hacia sus conciudadanos alcanzaba niveles absurdos. El miedo general a perder el trabajo y verse sin nada provocó que el dinero no fluyese de la misma forma, todos los productos básicos se habían encarecido y el ahorro prevaleció ante el entretenimiento, por lo que las ventas empezaron a bajar. Desde la editorial aconsejaron al escritor que elaborase un nuevo título para aprovechar el renombre que había conseguido y él decidió terminar lo que en su mente era una trilogía, tan de moda en aquellos años en la literatura.
Fue un auténtico fracaso. No supo terminar bien su saga, al menos eso opinó el gran público, y su libro no tuvo el éxito esperado. Las ventas no superaron el 25 % de lo que recaudaron los anteriores volúmenes, las revistas de literatura le tachaban de irresponsable, de haber querido terminar con prisa, sin ningún cuidado, ni ofrecer los importantes giros de las anteriores entregas y ser más de lo ya visto. De la misma manera y con la misma rapidez con la que había conseguido encabezar el puesto más alto en las listas, su libro quedó relegado al olvido de un último puesto. Ahora el primero lo ocupaba una biografía de un personaje público, figura importante del amarillismo del país.
En los siguientes meses el dinero empezó a agotarse por los pagos de la hipoteca, por llenar la nevera y pagar las facturas. Los ceros de su cuenta bancaria desaparecían a un ritmo alarmante y comenzó a buscar trabajo, ya que la editorial había perdido totalmente el interés en sus novelas.
Había echado currículos para los trabajos más insospechados, pero de algunas entrevistas esporádicas no pasaba. Las condiciones ofrecidas por las empresas eran paupérrimas, «la esclavitud del siglo XXI» lo llamaban, un sueldo ridículo con el que apenas le llegaría para pagar la hipoteca y los recibos, con un horario intempestivo de lunes a domingo, era lo único que encontraba. En una noche de hastío mirando sus cuentas y haciendo cálculos de en cuántos meses se le agotaría el dinero, una idea cruzó su mente. A la mañana siguiente llamaría al agente literario y le ofrecería una nueva novela, una que volvería a recuperar la gloria de la primera.
La conversación fue productiva, si algo había aprendido en sus años de comercial, su anterior trabajo, era a saber vender el producto y su persona, ganándose la confianza de cientos de clientes. El agente, tras hablar con la editorial, le contó que esta estaba dispuesta a echarle un vistazo a su nuevo producto, así que no perdió el tiempo y comenzó a escribir como si no hubiera un mañana y realmente ese mañana estaba cerca, si no lo hacía.
Los días pasaban y la trama iba cogiendo forma, una historia paranormal de seres oscuros, etéreos, de dos metros de altura, que venían de un mundo paralelo en el que todo había muerto y atravesaban «el velo» para usurpar nuestro mundo y convertirlo en el suyo propio, aniquilando a todo el que se les ponía por en medio, mientras los protagonistas intentaban detenerlos sin éxito. Empezó a obsesionarse con la novela. Eliminaba capítulos enteros cuando no terminaban de convencerle, a veces consideraba que no tenían suficiente sangre o no eran lo bastante oscuros, o que tal vez no tenían el dramatismo necesario o no eran creíbles. Ya habían pasado dos meses y solo estaban escritos los primeros cinco capítulos, había perdido la cuenta de cuántas veces había tenido que empezar o rehacer algunas líneas. Tenía que ser perfecta, la mejor historia de terror contada, una que consiguiese provocar pesadillas mucho después de haberse leído. Y mientras tanto, el dinero seguía agotándose.
Comenzó a escribir durante unas tres horas al día, pero cuando empezaron los ataques de ansiedad decidió dedicarle primero toda la mañana, poco después añadió toda la tarde… Al mes siguiente solo paraba para comer, dormir e ir al supermercado. Todo avanzaba demasiado lento para su gusto, todo menos la llegada del día uno de cada mes. El estrés apareció y comenzó a perder el apetito. Se obligaba a comer lo justo y necesario sin detenerse a cocinar o descansar. No podía demorarse más, volviendo a mirar las cuentas calculó que en unos cinco meses agotaría todos sus ahorros, así que invirtió ese preciado tiempo en seguir escribiendo.
No tardó en aparecer el insomnio. La falta de sueño, combinada con la tensión acumulada de no poder llegar a tiempo, le provocaba ansiedad y a su vez esta le provocaba sueño, pero el estrés le impedía dormir, entrando en un círculo vicioso del que no podía salir. Los cambios de humor repentinos eran cada vez más frecuentes, cuando no encontraba la palabra adecuada, estrellaba con furia la taza de café recién hecho contra la pared. En una ocasión se levantó, agarró la silla y la rompió contra el televisor de cuarenta y ocho pulgadas comprado con las primeras ganancias de sus novelas. Pasó un par de meses sin poder dormir más de una hora seguida, cayendo en estados de inconsciencia, provocando que abandonase las tareas domésticas. El polvo fue acumulándose en las estanterías, la higiene del baño empezaba a dejar mucho que desear al igual que la suya propia. El aumento de cortisol en su cuerpo, debido a la acumulación de falta de sueño, le impedía poder recordar cómo era su vida antes del fracaso literario, incluso empezaba a tener horas muertas sin saber dónde se encontraba para de pronto acordarse y seguir escribiendo.
Ya no se reconocía ante el sucio espejo del cuarto de baño. Las ojeras, oscuras y profundas, le llegaban hasta la mitad del pómulo; los labios resquebrajados y blancuzcos tenían calenturas provocadas por fiebres asomando en ellos, el pelo estaba sucio y encrespado y la camiseta, que antes era de color blanco, ahora era visiblemente amarilla, con surcos oscuros en las axilas. Había perdido peso de una manera preocupante, los huesos se le marcaban en el rostro, a simple vista se podía intuir dónde estaban cada una de sus costillas, pero no asociaba aquella imagen con la suya propia, por lo que no se preocupó por lo que veía; estaba completamente desorientado. También había perdido el sentido del olfato, era incapaz de sentir el olor que despedía por no lavarse o haberse cambiado de ropa, incluida la interior, en meses… Ya tampoco sacaba la poca basura que producía, provocando un ambiente cargado y nauseabundo en varias partes de la casa, pero solo podía pensar en una cosa: tenía que terminar la novela. En una ocasión un vecino llamó a su puerta, preocupado por el olor y temiéndose lo peor, pero los gritos del escritor invitándolo a marcharse sin muy buenos modales, hicieron que toda preocupación desapareciese. «¡Ojalá te pudras ahí dentro, desgraciado!», dijo mientras desaparecía en el hogar contiguo.
Al día siguiente de aquel episodio, a las tres de la madrugada, mientras intentaba escribir, llevó la mano hacia la taza de café, sin embargo no estaba en la mesa… Extrañado, miró detrás de la pantalla del ordenador, tampoco estaba allí. No sabía qué pensar, ¿tal vez no hubiera hecho café aquella noche? No lo sabía con certeza, los días y las noches empezaban a ser confusos. Entonces la vio, la taza descansaba humeante encima de la estantería que se encontraba en la pared de su derecha.
—Pero… ¿qué cojones…?
Se levantó mirándola extrañado, recordaba haberse sentado y bebido de ella y vuelto a ponerla encima de la mesa… y en ningún momento se había levantado.
Escuchó una risa apagada que provenía del pasillo.
Una fuerte sensación que no reconoció se clavó en su nuca. No terminaba de creer lo que había oído, pero, sin embargo, la había escuchado, clara y a la vez profunda. Fue hacia el pasillo y abrió lentamente las tres puertas que había en él, escudriñando la oscuridad de las habitaciones. No había ni rastro del dueño de aquella voz de ultratumba. Volvió al salón y se hizo un ovillo en el sofá, delante de la pantalla en la que el cursor parpadeaba sobre el procesador de texto. Perdió la noción del tiempo, no sabía cuántas horas había pasado en aquella posición. Le dolía todo el cuerpo, pero el temor nocturno se había ido con los rayos del alba que asomaban por la ventana.
Llevaba una semana sin pegar ojo, no recordaba cuándo era la última vez que había conseguido dormir, no era capaz de escribir absolutamente nada. La desesperación le asaltó de improviso en varias ocasiones, hacía que su corazón pareciese que iba a estallar en cualquier momento del día. Cayó en la cuenta de que tampoco había comido en bastante tiempo, por lo que fue a la cocina para prepararse unas tostadas ya empezada la tarde. Si hubiera estado en plenas facultades hubiera desistido, ya que habría sido consciente del moho que invadía casi por completo el pan de molde o se hubiese dado cuenta del mal olor que despedía la mantequilla que estaba fuera de la nevera o de su textura casi líquida. Tampoco fue consciente de que cogió el cuchillo más afilado para untar el pan ni de que tenía el dedo encima de él. Cortó carne y hueso sin recibir ningún aviso de su sistema nervioso, mientras observaba cómo la sangre empapaba la rebanada, la encimera y el suelo. Entonces sintió el sabor metálico de la sangre en su boca al morder el pan y miró la estancia extrañado. Al observar con detenimiento la primera falange de su dedo anular encima de un charco de sangre comenzó a sentir unas punzadas en su mano, y supo lo que había hecho.
Gritó mirándose el dedo, un grito agudo, histérico y desesperanzador. Se quitó la camiseta lo más rápido que pudo, tardó en hacerlo, ya que no conseguía coordinar correctamente sus brazos. Le costó varios intentos, pero terminó consiguiendo envolver toda la mano y hacer un nudo. La prenda se volvió roja, pero la hemorragia paró.
Volvió a escuchar la risa, esta vez provenía de cada rincón de la casa.
—¡Q… qué quie… res! ¡Qué… mier… da eres! ¡Dé… jam… e en p… p… paz! —gritó, costándole un gran sobreesfuerzo articular las palabras.
Sintió la urgencia de abandonar la casa, tenía que salir a toda costa de aquel lugar. Fuese lo que fuese aquel ser, acabaría asesinándolo si se quedaba entre aquellas cuatro paredes y no iba a darle el placer de hacerlo. No, esta vez no dejaría que acabasen con él. Pensó en la editorial, en la crisis, en el gobierno, en su agente literario, se acordó de la sonrisa que tenían los jefes de su último trabajó cuando les comunicó que lo dejaba. Pensó en los críticos literarios que le habían acribillado, en todas y cada una de esas personas que habían dejado de comprar sus novelas, en todos los comentarios negativos sobre él y sus escritos que se podían encontrar en Internet y vio el conjunto… ¡Sí! Todos habían conspirado para acabar con él, todos se habían puesto de acuerdo para que acabase así, de aquella forma, arruinado y desesperado, todo formaba parte de una misma trama en la que él y su muerte eran los protagonistas.
Fue a la puerta de la casa que daba al rellano dando tumbos e intentó abrirla. La llave estaba echada. Buscó en la mesita de la entrada las llaves, tiró la correspondencia acumulada en ella al suelo y los vasos con velas haciéndolos añicos. Allí no estaban. No recordaba cuándo fue la última vez que salió a la calle, pero sí recordó que cada día que salía y volvía a entrar durante todos los años que llevaba viviendo en aquella casa, las dejaba siempre en el mismo sitio exacto. Pero allí no estaban.
La risa del ser que había en la casa resonó por toda su cabeza… Estaba completamente seguro de que había sido él el que las había escondido, haciendo que su hogar fuera su propia cárcel. Comenzó a reír despacio, unos segundos después lo hizo a carcajada limpia, de una manera histérica.
—¡Venga cabronazo! ¡Da la puta cara! Voy a descuartizarte y a comerme cada parte de tu cuerpo… —dijo, sin parar de reír. Ahora se encontraba en medio del salón sin ser consciente de cómo había llegado desde la puerta hasta él, tenía los pies ensangrentados a causa de los cristales, los rayos de sol se ocultaban tras el horizonte.
Por el rabillo del ojo detectó algo que se movió en el pasillo. Al mirarlo directamente, la luz azul oscura que salía de la última puerta captó su atención, allí había algo. Entrecerró los ojos para ver mejor en la oscuridad que empezaba a reinar en la casa y lo vio. Una figura oscura, etérea, se encontraba en el marco de la puerta, medía al menos dos metros de altura.
—¡Aquí estoy! ¡Ven con papá! —le dijo al espectro, abriendo los brazos dándole la bienvenida. Dos boqueras de un blanco lechoso cubrían la comisura de los labios del escritor.
El ser caminó despacio encorvado por el pasillo, avanzando y apoyando las manos en el techo para no darse con él. Cuando llegó a la altura del escritor se enderezó, este contempló la majestuosidad del espectro y sonrió. El Oscuro lanzó el brazo contra el pecho de su progenitor hundiendo su gran mano en él, la sacó un instante después sin encontrar resistencia con algo entre sus dedos.
El escritor sintió cómo algo dentro de él no funcionaba correctamente, al observar qué se había llevado la criatura, pudo ver su corazón aún palpitando y empapado en sangre. En un segundo cayó fulminado al suelo. Ya todo había acabado. Para siempre.
Antes de morir tuvo un último pensamiento: Al menos, su Ópera prima había llegado a ser también su Ópera máxima… Y al fin y al cabo, obtuvo lo que siempre quiso; entregar su corazón por completo a la escritura.
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