La habitación tenía papel pintado de flores de lis. Eso lo recuerdo con claridad. El suelo, laminado y ajado, era de color claro, como una haya en verano. Las paredes estaban llenas de mis marcas, juraría que eran blancas.
Tenía el privilegio de tener un ventanuco por el que entraba luz natural a diario. Desde allí vi caer la nieve por primera vez. Sola y helada, como un copo de nieve.
Él era alto, tenía voz de locutor de radio. Las camisas eran a cuadros, siempre, sin excepción. Durante mi estancia en aquel ático, pude sentir la franela y el olor del sudor.
Las tardes eran largas y pesadas; y los sueños, incontrolables. Soñaba que volaba por encima de mi ventanuco y hacia la nieve, para hacer figuras en forma de ángel como las que aparecían en mi mente.
Tengo una mente muy imaginativa, siempre estoy soñando despierta. Me gusta cerrar los ojos e intentar visualizar la vida como si fuera ciega, sintiendo los resquicios de los materiales y sus irregularidades. Así fue cómo encontré dragones y princesas en el papel pintado de mi habitación del ático.
El ventanuco no tenía barrotes ni rejas, pero era demasiado estrecho para que una persona adulta cupiese por él. El leñador sabía que yo estaba segura allí dentro. Quizá fuese por eso por lo que nunca intenté escapar ni de él ni del ático.
Recuerdo aquella mañana de verano con un halo de niebla. Me dolían los pies y me quité los zapatos, atravesando un parque mojado del rocío y la noche que ya se estaba terminando. Me deslicé por el color verde soñando que era un hada sin alas. Me zumbaba el sonido de la mañana en la cabeza.
Entonces le vi. El leñador y su camisa de cuadros. Verdes y rojos.
Ahora, mi mente pasa a negro y no recuerdo nada más. Lo siguiente fue mi suelo laminado y una cadena que me ataba del tobillo a la pared. Nunca he gritado y no lo hice entonces. Supuse que aquello pertenecía a una etapa de cambio o puede que imaginase que estaba en un sueño, donde yo era la dueña y nadie podía hacerme daño.
Me tocaba suavemente la cara con sus dedos ásperos. Tenía las uñas cortas y las manos limpias. Olía fuerte, como un garaje. Me daba de comer y me peinaba, cien veces como las princesas. Tenía libros para leer y una manta que me cubría del frío cuando nevaba.
Nunca he entendido el concepto de prisionera. Hace muchas nieves que ya no tengo cadena al tobillo, pero no tengo ganas de irme. Ya no recuerdo si me espera alguien al otro lado del cristal, pero tampoco quiero averiguarlo.
Todo cambia una mañana nublada de invierno. Abro los ojos con el olor del café negro y le veo, tumbado a mi lado. Toco la tela de la camisa: es basta, pero me reconforta. Nunca ha escuchado el sonido de mi voz, pero yo sí le escucho a él, incluso dentro del hueco de mis costillas. Me sonríe, le imito. Veo que hay una sombra detrás de su espalda ancha.
Hacía muchos sueños que no veía a ningún otro ser humano, aparte de nosotros dos. Es una chica pequeña, con el pelo rubio, pálida y parece muy asustada. Tiene dos trenzas atadas con un lazo del color del cielo. Le sonrío, pero parece no verme. Me levanto para tocarle el pelo – parece muy suave. Ella se aleja y se esconde en una esquina, haciendo un ruido triste. Me quedo en mi sitio, esperando ver qué es lo que va a pasar ahora.
Y entonces las flores de lis se llenan de un líquido rojo y oscuro, donde él pinta mi nombre con sus manos grandes. Moja los dedos en el líquido y escribe con torpeza, como si fuese algo a los que no está acostumbrado. Le miro y me sigo quedando en mi sitio, sin apenas pestañear. No me acuerdo si sé leer. Esos caracteres ya no significan nada, entonces no sé cómo debo aceptar mi regalo.
Vuelve al suelo conmigo, me mira con sus ojos profundos, del color de las pesadillas. Me abraza y le abrazo. No tengo otro sitio a dónde ir. Me siento afortunada de estar en mi ático. Hoy está nevando.
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