La escalera conducía al baptisterio interno, secreto, que, largo tiempo atrás, casi inmemorial, permanecía oculto, olvidado por la inactividad de cultos.
Con pie cauteloso todo el séquito bajaba los escalones fríos de piedra entonando unos versos, carente de sentido para la mayoría de los que descendían: Olim truncus eran ficulnus, inutile lignum, cum faber, incertus scamnum faceretne Priapum. Excepto ella. La suma sacerdotisa, cabeza visible de la marcha, conocía la letanía, la cantata susurrada que sus acólitos entonaban. Unos versos horacianos convertidos en himnos. ¡Vaya desfachatez! Pero ella sabía que la mayor parte de los que la seguían en aquellos ritos, no sabían, ni por asomo, de latín…
Se tomaba con mucha seriedad la responsabilidad que había recibido. Muchas veces la tachaban de loca. Pero no lo era… Tras muchos cambios de escenario, había encontrado un santuario perfecto: una cámara olvidada tras la Guerra Civil debajo del parque municipal, convertida por su mano en un baptisterio de época antigua. Nadie se había fijado en las señales de la pared que demostraban su modernidad. Nadie le discutía…
Silencio. Se había cerrado la pesada puerta de madera interior de la cámara y todos los presentes, menos ella, se habían arrodillado frente al altar de mármol en una formación perfecta.
Se descubrió la capucha que cubría su larga cabellera morena. Miró a su alrededor y vio su obra, por lo que había luchado tanto y contra tantos. Muchos no comprendían su lucha, muchos no comprendían su espiritualidad y sus creencias. El haberse desviado del camino marcado era el peaje que debía de pagar…
Los cultos en aquel baptisterio habían ido adquiriendo más y más adeptos gracias al ambiente que había logrado crear, no solo a la doctrina. Todos los presentes eran neófitos, excepto ella y su flamen, su mano derecha en el culto al dios Príapo, el verdadero dios. Él y ella, ella y él, habían logrado crear un tándem difícil de diluir, confiaba plenamente en sus decisiones, en sus consejos. Había pasado de ser un neófito más a su fiel consejero, a su alter ego, a su pareja de libaciones… No podría vivir sin él…
Notó que una mano cálida le rozaba el tobillo. Se sobresaltó al darse cuenta de que, tras quitarse la capucha, no había continuado con la liturgia. Alzó las manos a la cúpula y empezó la oración en honor a los priapeidas, descendientes del verdadero dios…
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—Abuelo, ¿qué es esa escultura tan rara que tienes en el jardín? —La pregunta de mi nieta me sorprendió. Ninguno de mis hijos se había preocupado por la figura desnuda y deforme del fondo del frondoso jardín. Ninguno de ellos había sentido la llamada del dios como la había sentido yo…
—¿Quieres que te cuente un secreto? —Le pregunté con una enorme sonrisa a mi nieta preferida.
—¡Claro! —respondió entusiasmada e intrigada al ver que su viejo abuelo le quería transmitir un secreto.
Entre risas y confidencias –ya estaba en la edad de salir y tener sus primeros novietes-, llegamos hasta el escondido altar, que había preparado hace años. En un entorno de vegetación frondosa, aunque sin velas y sin apenas flores que la adornaran, la escultura del dios presidía la peana de piedra labrada: la figura de un joven desnudo, con una corona de flores en la cabeza y una cesta llena de frutas exquisitas en la mano; aunque lo más llamativo eran las dimensiones desproporcionadas de su falo enhiesto perpetuamente. A petición de mi mujer, que no comprendía el porqué de mi locura por esta divinidad, cubrí parte de su exuberante anatomía con un manto…
—Este dios se llama Príapo. En la antigüedad, era un dios muy apreciado porque ayudaba a proteger a los rebaños, el cultivo de las hortalizas, las vides… Era hijo de Afrodita, diosa del amor, y Dionisio, dios del vino. Su nacimiento fue un castigo de Hera, no contra él, sino contra su madre. Pero lo importante no es eso —Bajé el tono en ese momento y junté mi cabeza con la de mi nieta—. Mira, cariño, los priapeidas somos los seguidores de Príapo que, debido a su deformación, quedó relegado a la protección de las casas y de los huertos, ya que no pudo conseguir una esposa que no huyera al ver su falo. Pero aún más… continuó el legado de su madre, Afrodita, transmitiendo el amor universal y sin discriminación por raza, sexo o edad…
—Pero, abuelo —me cortó mi nieta, un tanto desconcertada por lo que estaba oyendo— el dios del amor es Cupido, no Príapo… Lo que me han contado es que…
—Príapo es el dios del desenfreno sexual, ¿a que sí? —Afirmó con la cabeza. Yo continué mi alegato— No te creas lo que te cuenten siempre. Piensa por ti misma. La realidad es que Cupido es la versión que la tradición nos ha querido imponer. Y, desgraciadamente, es lo que ha ocurrido…
—Pero, abuelo…
—Hazme caso, descubrirás un mundo nuevo, descubrirás relaciones sociales en las que antes no habías pensado… Hazme caso.
Miré a mi nieta y vi que había sembrado la duda en su ser. Una nueva priapeida estaba a punto de sumarse…
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La oración llegaba a su fin y ella debía prepararse para el sacrificio. Contempló, desde el altar, cómo sus fieles, los nuevos priapeidas, oraban al unísono las palabras secretas en honor al dios. La presencia de la estatua de Príapo en la hornacina, en la pared del fondo, presidía aquella liturgia renovada, aquel rito que la sociedad había querido ocultar pero que hombres valientes como su abuelo habían transmitido a nuevas generaciones. La misma estatua que tenía su abuelo en aquel inmenso jardín…
Se disponía a iniciar el sacrificio, la última fase del ritual, previa a la celebración máxima del amor, en la que todos los priapeidas se iniciaban en una orgía desenfrenada que no debía parar hasta el amanecer. El asno, sacrificio milenario para el dios, con ojos temerosos esperaba, en el fondo de la sala, su fin. La suma sacerdotisa inició el camino ritual hacia el animal, entre las plegarias de los fieles. Al llegar junto al animal sintió que algo no funcionaba. Sintió una fría ráfaga de viento. La puerta maciza se había abierto. Alguien había profanado el santuario…
Las plegarias se habían acallado y un pesado silencio inundaba el baptisterio. Se dio la vuelta y encontró a su querido flamen frente a ella, apuntándola con una recortada.
—¿Por… por qué? —la cara desencajada de la suma sacerdotisa no llegaba a comprender la situación que sucedía alrededor: la policía había entrado en redada y estaba esposando a todos los fieles. Todos los priapeidas estaban saliendo sin bendiciones del dios del baptisterio. Y ella no podía hacer nada.
—Porque no entendiste la empresa que tu abuelo te encomendó —comenzó a responderle el flamen, mientras le ponía las esposas— y convertiste un culto limpio, puro y sincero en… esto. No has logrado transmitir los valores de amor de los priapeidas antiguos a los nuevos fieles, has corroído los cimientos de este ritual… Y no digo nada de las limosnas que te has quedado, el dinero que has pedido a los neófitos cuando viste el negocio y el maltrato que has provocado a todos los pobres asnos por tus absurdas ensoñaciones de reproducir fielmente los antiguos sacrificios…
—Yo… Yo creí en ti. Tú eras mi flamen…
—Y tú, mi suma sacerdotisa, mi pontifex maxima de los priapeidas… Hasta que perdiste la fe y te convertiste en un ser corrupto, que ansiaba el poder por encima de todo. Desde ese momento, dejé de creer en ti y di la voz de alarma a la policía. Yo estuve infiltrado, trabajando para ellos…
—¡Farsante! —empezó a gritar cuando un hombre uniformado la conducía, escaleras arriba, hacia el coche de policía —. ¡No escaparás de la venganza que el dios Príapo te tiene preparada!
Delante de la estatua de piedra, en el mismo baptisterio donde semanas antes habían detenido a la falsa suma sacerdotisa, los priapeidas oraban a su dios, llenando la bóveda subterránea de cantos alegres, elevando con palabras procaces su amor y respeto al verdadero dios, Príapo. Renovando los votos, ahora sí, de verdad, siguiendo la tradición priapeida y celebrando la historia del Gran Dios, difundiendo su palabra.
El antiguo flamen, junto al animal sagrado, un asno equipado ricamente con un manto morado, marcaba el ritmo de los cánticos:
Quae percider puer, moneo, futuere puella, barbatum furem tertia poena manet
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