Por encima del oro, de las piedras preciosas, del ocre, de quién tenga más o menos ganado… por encima de todo, y desde que mi memoria puede recordar, el bien más escaso, preciado y manchado de sangre en el mundo, ha sido el agua.
Cuando era un crío sin apenas tatuajes, y todavía no se me permitía mirar a los ojos a los adultos, recorría diariamente con mis hermanos y mi madre kilómetros y kilómetros para poder traer apenas unos jarros de agua a la aldea. Las mujeres los transportaban en la cabeza, en un difícil ejercicio de equilibrio que todavía hoy, ya entrado en la edad de las arrugas, me sigue sorprendiendo e hipnotizando. Los niños, tropezando unos con otros, la transportábamos en sucios recipientes de plástico sujetos con palos para repartir el peso.
Por entonces el agua ya era marrón, pero con paciencia la dejábamos reposar, filtrábamos y poníamos a reposar de nuevo en un a veces inútil intento de depurarla mínimamente. Yo no supe que el agua puede ser transparente hasta que tenía, por lo menos, diez años, y descubrimos el lago.
El lago estaba escondido en un escarpado cañón perdido en la sabana, que tendría unos ciento cincuenta metros de profundidad y al que sólo podía accederse por una pequeña senda, que había que recorrer uno a uno, y que atravesaba la escarpada pared vertical que lo custodiaba. Lo encontró Imú, una de las chicas del pueblo, al perseguir a una pequeña liebre, y rápidamente la noticia se extendió por toda la tribu, que empezó a planificar visitas a la hendidura para, trabajosamente, sacar agua de allí.
l agua era limpia, clara y fría, muy fría. Allí abajo el sol apenas lograba penetrar, y para nosotros, aquel lugar en sombra, frío, silencioso, sin viento, era mágico aunque diese miedo a la vez. Ninguno solíamos bajar solo, ya que allí nuestros usualmente aguzados sentidos parecían adormecerse y no podíamos percibir nada, cosa que a la mayoría, y a mí en particular, nos ponía tremendamente nerviosos.
El lago en sí no era demasiado grande comparado con la sabana, con los árboles o con el mismo cañón en el que estaba oculto, pero para nosotros su sola visión, sobre todo la primera vez, era sobrecogedora. ¡Un hombre imprudente podría incluso desaparecer en tamaña cantidad de agua! No teníamos ni idea de qué profundidad podía alcanzar, ni ganas alguna de descubrirlo, pero la longitud era de unos ochenta brazos y eso, para nosotros, era muchísima agua.
Durante meses bajamos cada dos o tres días al lago, con cuidado, en grupos de seis o siete personas, hombres y mujeres, para sacar agua de él. Nos daba respeto, y cada vez que introducíamos un recipiente en aquella gélida y cristalina agua dábamos gracias a los dioses y suplicábamos al mismo tiempo que nos perdonasen por servirnos de ella. Parecía como si, en cualquier momento, uno de ellos pudiese emerger de aquella quieta y oscura superficie plana para castigarnos por nuestra sola presencia allí. Con reverencia, con humildad, llenábamos nuestros recipientes y volvíamos a la aldea, intentando incluso no aplastar con nuestros pies ninguna de las pequeñas briznas de hierba que crecían en la hondonada. El problema surgió cuando nos dimos cuenta de que no éramos los únicos visitantes del lago.
Fue de nuevo Imú quien se dio cuenta, al ver unas huellas humanas en la otra orilla del lago. Junto con otra de las mujeres, había decidido rodearlo, haciéndose las valientes delante de nosotros, y las descubrió justo al borde del agua. Huellas de pies y manos y rodillas, de gente que se había agachado a coger agua igual que nosotros, y hasta habían colocado unas piedras a modo de camino para no hundirse demasiado en el barro que la circundaba. Las dudas fueron muchas. ¿Serían huellas de los dioses? ¿Serían simplemente de un caminante extraviado que había encontrado el lago por casualidad, como nosotros? ¿O alguien estaba cogiendo agua de nuestro lago? Porque, ¿era nuestro lago, verdad? ¿Verdad?
Ese día subimos la senda más silenciosos que nunca y sin dejar de mirar a nuestro alrededor. Observando desde cada vez más altura el lago que nos parecía mágico y propio a la vez. Fue la última vez que lo vimos como siempre lo recordaremos, como la primera vez.
Porque al día siguiente, La Guerra del Agua empezó. No eran dioses, no era un caminante extraviado, eran cientos de guerreros altos y agresivos que rodearon todo el territorio por el que podíamos acceder al lago. Enviaron un mensajero para amenazarnos, para decirnos que no volviésemos a acercarnos por allí, que el lago, la hendidura y todas las tierras de alrededor, eran suyas, y no nos estaba permitido acercarnos siquiera. Que matarían a todo el que encontrasen siquiera en las inmediaciones, que no tendrían piedad. Para demostrar este último punto, el mensajero trajo consigo la cabeza de Imú, que esa misma mañana había salido de la aldea sin decir a nadie dónde iba.
Nosotros no somos un pueblo beligerante, nunca lo hemos sido. Los ancianos no recuerdan haber estado en guerra jamás, y los que eran ancianos cuando ellos eran niños tampoco les contaron ninguna historia o leyenda de guerra. Somos recolectores y criadores de ganado, buscadores de agua, pacíficos. Pero era la cabeza de Imú. Su padre, atravesado por el dolor, mató al mensajero, que era joven, alto y fuerte, a palos. Tal era su rabia, tal su dolor. Y ese acto, que a todos nos pareció tan justo como horrible, desencadenó la única guerra que mi pueblo recuerda… y que todavía dura.
Hombres, mujeres y niños, hemos luchado contra los Hati, que así se llaman, durante incontables años. Ellos nos superan en número, y son guerreros expertos. Nosotros somos pocos, pero conocemos bien el terreno, y hemos inventado formas de colocar trampas para ellos. Trampas que siempre buscan matar al enemigo, nunca capturarlo, porque nos hemos convertido en un pueblo errante, y ya no tenemos hogar. A veces me planteo qué pasaría si, simplemente, diéramos media vuelta y desapareciésemos. Si fuésemos lo más lejos que pudiésemos ir, a las tierras más lejanas que pudiésemos encontrar. Pero no hay sitio para nosotros, y lo sé. Cuando estas ilusiones vienen a mi cabeza, mi sensatez se impone y me dice que en otras tierras habrá otros Hati, y que ellos también querrán matarnos por un recipiente de agua cristalina.
Así, la lucha sigue y sigue, sin piedad, sin cuartel. Nuestros niños aprenden antes a empuñar una lanza, a apuntar con un arco, que a cuidar del ganado o a conocer las plantas que curan. Ya no nos sorprendemos con la sangre o las vísceras del enemigo, porque estamos acostumbrados a esparcirlas por la sabana, a llenar con sacrificios humanos el suelo de los dioses, la tierra dorada que siempre hemos cuidado. Por nuestro lago. Por nuestra agua. Por nuestra libertad.
Es complicado describir la guerra. Para que lo entendáis, y poniéndome en la cabeza del niño que yo era hace años, que no tiene mucho que ver con el hombre que soy ahora, os diré que es caliente. Que huele a sudor, a tierra y a metal. Que la sangre es salada, y cuando te salpica en la cara tu pulso se acelera. Que las mujeres son buenas guerreras, pero prefieren quedarse junto a sus hijos, y eso hace que sean las que más sufren, las que más hambre pasan, las sucias, las perjudicadas. Los ancianos son estorbos, los niños también, y la cabeza de un guerrero, que es ahora lo que soy, no puede perder el tiempo pensando en ellos, ni siquiera hablando con ellos.
Llevamos toda mi vida, prácticamente, de guerra. He vivido por y para La Guerra del Agua. No tengo mujer, no tengo hijos, ya que serían un estorbo. Yo mato. Hago emboscadas, trampas, armas. Es mi vida, es lo que hago y lo que soy. Vivo en la sabana escondido, camuflado con mis compañeros de tribu, en espera de cualquier pequeña escaramuza, de cualquier pequeña revancha, de conseguir entrar al lago y hacerlo nuestro. Hay que decir que esto ha pasado en muchas ocasiones, que hemos conquistado el lago y conseguido la posesión del agua, pero… es complicado hacerlo durante mucho tiempo con los pocos guerreros que tenemos, así que, más tarde o más temprano, tenemos a veces que huir como liebres y dejar que los Hati se queden con nuestro lago por un tiempo.
Lo cierto es que llevo unos días preocupado. En una de mis incursiones a la hendidura, arrastrándome entre las escasas hierbas macilentas que cubren la zona y totalmente untado de amarilla tierra, descubrí hace ocho noches algo extraño en el lago. Los Hati estaban peleando, y no era contra nosotros. Apenas los distinguí, ya que la lucha tenía lugar en el fondo del cañón, y entre la distancia y la oscuridad tengo que admitir que mis ojos ya no son lo que eran, y apenas pude ver nada.
Eran Hatis, eso seguro, conozco bien sus pinturas de guerra. Podría reproducirlas sin demasiado esfuerzo, tantas veces las he tenido a un palmo de mi cara, tantas veces las he aplastado con piedras o atravesado con lanzas. Pero no tengo muy claro contra quiénes, exactamente, luchaban. Distinguí ropajes claros, del color de la sabana, que allí abajo eran especialmente llamativos, y que cubrían sus cuerpos de una forma extraña, como ciñéndolos, silueteándolos… ¿cómo podría alguien luchar cómodamente con semejantes ropajes? Eran inferiores en número a los Hati, y a diferencia de ellos no gritaban ni hacían gestos amenazantes. Pobre gente, no sabía luchar, seguramente no eran guerreros… los Hati iban a acabar con ellos sin piedad.
Pude ver que sus caras y manos también eran del color de la sabana, aunque algo más pálidos, claros, como pequeños bebés jirafa a los que nunca hubiese tocado el sol. Su color me produjo una mezcla de respeto y miedo, y provocó en mi cabeza una inmensa punzada de alerta. ¿Eran dioses o demonios? ¿Habían venido de algún sitio? ¿O siempre habían estado allí? ¿Habían salido del agua? Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando, tras ver que muchos de esos supuestos dioses dejaban de parecerlo y caían al suelo atravesados por las lanzas de los Hati, algunos de ellos cogieron con sus pálidas manos unas extrañas lanzas, cortas y muy oscuras, de brillo metálico, y un estruendo sin igual, totalmente distinto a todo lo que yo había podido oír alguna vez, incluso en las tormentas más violentas de la sabana, llenó la hendidura, transformándola en un infierno.
Tal y como estaba, tumbado en el suelo, tapé mis oídos con las manos sin conseguir amortiguar los truenos que me rodeaban. Respirando tierra, incapaz de mover un sólo músculo, creía que el suelo se iba a romper bajo mi cuerpo y que el cielo se resquebrajaría de un momento a otro aplastándome allí mismo. Pero el estruendo cesó. No puedo decir cuánto rato estuve en la misma posición, sin atreverme siquiera a respirar y sintiendo el húmedo calor de mi orina que, por primera vez desde que era un niño pequeño, había derramado sin darme cuenta. Cuando pude recomponerme, pensando en el gran guerrero que soy, me acerqué reptando de nuevo al borde del abismo y contemplé lo que pasaba allí abajo.
Los extraños hombres, que ahora sabía que no eran dioses, porque podían morir, estaban al borde del lago llenando algo que parecía recipientes con nuestra agua. Y todos los Hati, guerreros inmensos, temibles, implacables, yacían muertos a su alrededor. No podía creerlo, pero mis ojos lo veían. Los hombres claros habían desatado el infierno y habían acabado con más de treinta guerreros en un abrir y cerrar de ojos. Y yo había salvado la vida gracias a taparme los oídos tan rápidamente.
Me retiré como pude para contar a mi tribu todo lo que había visto.
Y aquí estamos, hoy es un día decisivo para nosotros. Nuestros rastreadores dicen que los Hati han desaparecido de la zona. No sabemos si están todos muertos o, tras el episodio de hace unos días en el lago, han decidido huir de la zona, como tantas veces hemos hecho nosotros. Bueno, un problema menos. Porque hoy nos hemos armado hasta los dientes, adornado con nuestras mejores y más terroríficas pinturas, y todos juntos avanzaremos hasta el lago para recuperarlo. Vamos a matar a los hombres claros que han tenido la osadía de acampar ahí abajo, en nuestro lago, en nuestra agua. Después de todo, no somos Hati, ellos estaban desprevenidos y no pudieron oponerse a esas pequeñas y ruidosas lanzas. Pero nosotros, que ya estamos preparados para el gran ruido que mata gente gracias a mi experiencia, hemos protegido nuestros oídos. Victoriosos serán nuestros guerreros, que conocen la forma de protegerse. Nada puede hacernos daño. La Guerra del Agua continúa, pero acaba hoy. Podrán hacer mucho ruido, pero sus pequeñas lanzas no pueden alcanzarnos, ¿verdad?
¿Verdad?
One Reply to “Relato: «La Guerra del Agua», de Carmen Flores Mateo”
María del Mar Lana Pradera
Un relato genial. Muy entretenida su lectura, que me ha hecho pasar un buen rato.
Un saludo.