Ahora que vamos todos con mascarilla he recordado una profecía que me hicieron una vez y que, venga, voy a destripar el final: se cumplió. Pero siempre se cumplen, si te fijas bien, y si no es porque no has tenido la fe y la imaginación suficiente.
Quién no ha entrado en la tienda de una tarotista en una feria. Bueno, yo entré una vez. Aquella tarotista era una gallega muy segura de sí misma. Decía:
—Las únicas brujas de verdad son las gallegas.
Y yo no tenía argumentos para rebatirla, ni ninguna necesidad.
Había cumplido 17 años, me enfrentaba al último año de instituto y a la Selectividad. Ella llevaba los ojos muy pintados, fumaba como un carretero y me miraba muy seria, fijamente; tenía el aspecto enfadado de una Cleopatra arrancada de su época, forzada a ser insignificante. Me dijo:
—Te sale la estrella.
—¿Sí?
—Tienes talento, pero eres perezosa. Tienes que esforzarte mucho más para triunfar.
Me dio rabia ver a una bruja para que me dijese algo que podía decirme un consejero de estudios.
—Y conocerás a un chico.
—¡Cuándo! —salté.
—No sé cuándo será, puede que no sea pronto. Es un chico muy interesante, tiene algo como… exótico, es de fuera. Lo veo rodeado de máscaras.
—¿Máscaras? —pregunté extrañada.
—Sí, máscaras, disfraces, no sé… —movió las manos y el humo de su cigarrillo dibujó en el aire, como para prestarle ayuda sobrenatural, algo parecido a unas caretas de teatro—. Son mil pesetas.
Pasó el verano y después todo un año, sin fiestas de disfraces, ni Carnavales, ni juegos de rol de ninguna especie, desde luego no con un extranjero atractivo incluido, y el asunto se me olvidó. Gané un par de certámenes literarios y me burlé, en mi cruel imaginación adolescente, de los consejos de trabajar duro y los idiotas que los daban, incluidas las infalibles videntes gallegas.
Cinco años después estaba estudiando mi penúltimo curso de psicología. Teníamos esa clase de asignaturas optativas que no se sabe muy bien de que van, con nombres vagos, como Psicología de la Cultura. Yo me apuntaba a todo lo que me permitiese rozar el arte, la literatura, las humanidades. Así que me matriculé en esa asignatura, aunque ya el primer día el profesor hizo honor a su fama, con este discurso:
—Mi asignatura es perfectamente inútil. No vais a aprender nada, y además me la pela por completo. Voy a mandaros un trabajo. Podéis hacerlo sobre lo que os dé la gana, cualquier cosa en el mundo. El único criterio es que yo no lo considere aburrido o desagradable. Durante la clase de hoy elegís dos o tres compañeros para formar un grupo y el tema de vuestro trabajo, venís aquí con vuestros deneís y os apuntáis. Tenéis 50 minutos. Pensadlo bien, porque luego no os podréis “desapuntar”; primero, porque supondría una incomodidad para mí; segundo, porque la palabra desapuntar no existe. A final de curso expondréis en clase con diapositivas y todas las mierdas que queráis. Hasta entonces preferiría no veros a ninguno. Yo no pienso venir. Si es absolutamente imprescindible que os reunáis conmigo, hacedlo en el despacho en horas de tutoría.
Como teníamos poco tiempo, la mayoría nos entregamos al azar y nos juntamos por mesas, según nos habíamos ido sentando. Yo formé grupo con una tal Violeta, de larga melena, gafas redondas de pasta y cara muy simpática, y dos estudiantes de Erasmus; una francesa pequeña y tímida llamada Marion Servant y un italiano rubio con rastas: Andrea Cecotti.
Decidimos hacer el trabajo sobre el humor. Investigaríamos qué parte del humor era universal y qué parte estaba influida por las diferentes culturas. Mientras discutíamos sobre el tema, Marion se perdía en el laberinto de nuestro español. Violeta lo pillaba al vuelo, y era mucho más ingeniosa que yo inventando maneras de hacerle entender las cosas. Siempre he envidiado a la gente que tiene esa empatía con los extranjeros, o con quienes por alguna razón no entienden lo que les quieres decir.
Andrea no decía nada, sacó tabaco de liar y papel y se puso a hacerse un cigarrillo para después. Cuando lo terminó le daba vueltas entre los dedos y lo golpeaba suavemente contra la mesa, con impaciencia. No parecía enterarse de mucho, pero de vez en cuando asentía con una sonrisa rara, y me fijaba unos ojos grandes, líquidos, de ese negro aceituna tan difícil de encontrar, colgados en algún lugar remoto más allá de mí, como un encantador de serpientes desganado. Hasta entonces, nunca me había enamorado de alguien que me gustase tan poco, en realidad, y en tan breve espacio de tiempo.
Enseguida comprobé que esa especie de seducción hipnótica había alcanzado también a Violeta; como el nivel de español de los Erasmus no parecía muy pujante, decidimos que cada una de nosotras trabajaría con uno de ellos. Aquí surgió la batalla latente por la propiedad de Andrea:
—Bueno, pues, si quieres —dijo ella, poniendo unos morritos inocentes, como si no hubiese un calculado plan detrás—, eh, como yo hablo italiano, voy con Andrea.
Mierda, había estado guardando esa bomba de que hablaba italiano como un viejo zorro, y ahora la arrojaba con decisión a cinco minutos de acabar la clase. Pero yo no iba a renunciar sin luchar:
—Claro, sí, sin problema, pero por qué no les preguntamos a ellos, ¿Marion, con quién te gustaría hacer equipo?
Desde luego, Marion eligió a quien la había guiado durante toda la clase y la había entendido mejor, y Violeta no pudo negarse porque habría sido una maleducada y una insensible. Así quedamos; yo victoriosa, Violeta odiándome en secreto.
Pasó el semestre entero sin que apenas nos comunicásemos. Dos o tres veces intenté contactar con Andrea, sin éxito. Tampoco le veía por clase. Empecé a pensar que esa mirada inquietante era simplemente la de un porrero, que Andrea era el típico italiano caradura y yo la tonta que se iba a comer sola todo el trabajo. Me consolé pensando que de todas formas el trabajo no le interesaba mucho ni al catedrático, y que era algo para divertirse y conseguir unos créditos.
Entonces, un día, llegó un mail inquietante del profesor de Psicología de la Cultura con el asunto “EL REY DEL 4´9”:
“Queridos alumnos:
Me han dado un toque desde la rectoría de la Universidad, alentado, supongo, por el papito de alguno de mis alumnos que se ha quejado de la intolerable libertad que os he permitido. Me fuerzan a cumplir con un porcentaje mínimo de asistencia a mis inútiles clases y a forzaros a lo mismo a vosotros, amados aprendices. Como esto es algo que me parece estúpido y estéril, especialmente para mí, a quien ni vosotros ni el rector me vais a enseñar nada a estas alturas de la vida, y me cabrea como no os podéis imaginar, he decidido desquitarme con vosotros. Ya no me vale con que me contéis cualquier cosita. Quiero trabajos brillantes y exposiciones que me dejen estupefacto, boquiabierto y alucinado como en mis años del LSD. A poco que os quedéis por debajo de esto tendréis un 4´9; y un 4´9, pequeños, es un suspenso. En este momento me corono a mí mismo el rey del 4´9. El grupo 1 expone el próximo jueves día 18 y a partir de ahí el resto, sucesivamente, cada jueves.
Bienvenidos al infierno.”
Todo aquello hizo que el trabajo subiese al primer puesto de nuestras listas de prioridades con la impresión con que uno se despierta de una pesadilla. Había resultado ser muy complicado tratar un tema tan amplio, desde tantas perspectivas, sin la guía de un profesor, y con dos compañeros que manejaban mal el idioma. Nos habíamos metido en un berenjenal y, por si fuera poco, a una semana de la presentación, Violeta me llamó estresada, para decirme que Marion estaba en el hospital con meningitis.
Hubo alarma en la Facultad, nos aconsejaron vacunarnos a todos. Pero no se dio ningún otro caso. Violeta y yo quedamos para visitar a Marion y la vimos ya bastante recuperada, un poco ida, pero siempre risueña. Solo nos quedamos cinco minutos; el tiempo que pudimos soportar el silencio de Madame y Monsieur Servant, que nos miraban como solo un padre francés puede mirar la fuente hispana de los gérmenes que han seleccionado a su hija, y solo a su hija, de entre todas las mujeres, como a mala leche.
Así que el día de la exposición fuimos Violeta y yo solas, de nuevo unidas ante la adversidad, con el material y el desparpajo que pudimos reunir. Para ser un trabajo sobre el humor, el ritmo no podía ser más espeso. El único chiste que me atreví a soltar para aligerar un poco era el que tenía más preparado, que suele ser el peor. El auditorio hacía el mismo ruido y el mismo caso que un mismo cadáver. El profesor, cruzado de brazos contra la pared del fondo, resoplaba de aburrimiento.
—¿Ya está? —preguntó, despacio y con crueldad, cuando terminamos.
Íbamos a asentir cuando entró Andrea, cargado de papeles y transparencias y con un cigarrillo apagado entre los labios. Pidió perdón profusamente a la audiencia y al profesor y nos lanzó un guiño. Violeta y yo nos miramos mientras nos sentábamos despacio, con miedo a caernos de culo.
Se guardó el cigarro en el bolsillo de su camisa hawaiana y encendió el proyector. En un español perfecto comenzó a describir una serie de escenarios humorísticos de la literatura y la cultura italianas en los que intervenían disfraces, equívocos y mascaradas, como ejemplos de la teoría que nosotras habíamos expuesto. Todo ello culminaba con un estudio original sobre el Carnaval de Venecia. Tendrías que haber visto los esquemas, dibujados a mano, con letra de grafiti, pero con el orden, la profundidad y la extensión de un trabajo de tesis.
Habló de El satiricón de Petronio, donde había aparecido por primera vez la idea del disfraz asociado al humor: nos relató, con bastante gracia, la historia de los travestidos que actuaban en fiestas de sociedad con exagerados fruteros a modo de turbantes; el cuento del patricio que escapó del lecho conyugal para enrollarse con un criado y que al ponerse una piel de lobo para ocultarse a su regreso, quedó atrapado en ella, dando origen al primer hombre lobo del mundo: una bestia más bien torpe y atribulada, que sufre los ataques de los perros ovejeros, la paliza con un leño que le da un campesino y otras muchas penas, hasta que descubre que lo necesario para volver a ser humano es dejarse aplicar una lluvia dorada por parte de su amante adolescente.
Todo esto ilustrado con sus letras con bordes llamativos a lo Basquiat y sus ilustraciones a modo de viñetas cómicas, dándole un sentido del humor unitario a todo el trabajo. También habló de las Piacevoli Notti, donde por primera vez un hombre disfrazado de animal por un mal hechizo, necesita el beso de una doncella para despertarse, y cómo, en aquella época privada del sentido de lo romántico, todo era en realidad una mofa del sentimentalismo. Habló hasta de El barón demediado de Calvino y de El desierto de los Tártatos de Dino Buzzati, y no me preguntéis cómo consiguió relacionar todo aquello con el humor y las máscaras, pero lo hizo. Era emocionante presenciar cómo había conseguido atrapar al profesor, al que se le escapaba una sutil expresión de ansiedad cuando parecía que el chico iba a perder el hilo, y de alivio cuando lo recuperaba.
Al final, Andrea exhaló un suspiro satisfecho, recogió sus transparencias, se puso el cigarrillo en la boca, y antes de salir envió hacia donde estábamos nosotras una de sus miradas de cinco largos segundos, consciente de que nos había regalado mucho más de un 4´9 e íbamos a perdonarle la chulería. Ninguna volvimos a verle. No recordé a la bruja gallega hasta unas semanas más tarde, con esa especie de alegría con que se recuerda el título de una canción que llevas todo el día tarareando. Dijo que conocería a un extranjero rodeado de máscaras y sí, lo conocí. Ya sabes que las profecías siempre se cumplen y si no, es porque no has tenido la fe o la imaginación suficiente.
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