El sonido del maldito despertador saca a Helena de su estupor. Se aparta las sábanas de un enfadado manotazo, sudando. Puto verano, qué calor, qué ruido, ojalá llegue ya el invierno para poder cerrar la ventana, que así no hay quien viva, coño.
Enciende la radio mientras se prepara un café frío. Tararea mientras desayuna, lo que amortigua unas pisadas sobre las listas de madera del suelo. Se quita el camisón con un movimiento, dejándolo en la lavadora. Se dirige al baño, donde enciende la ducha, dejando correr el agua unos segundos. Se mete en la bañera y corre la cortina para no salpicarlo todo.
Por eso, no ve que la puerta se mueve unos centímetros para dejar salir a alguien que estaba allí detrás, sin apenas respirar y sin moverse, observándolo todo atentamente.
Helena canta en la ducha, un antiguo éxito de Whitney Houston. Su voz en grito sube en el estribillo, por lo que tampoco escucha el sonido de su puerta principal mientras se cierra, ni los pasos que se alejan por la escalera.
Helena cierra la puerta tras de sí. Saca las llaves e introduce el frío metal en la cerradura. La luz del rellano titila, y siente cómo esa débil luminosidad le devuelve una mirada sombría, una mueca torcida, un frío escalofrío que le recorre la espalda… Se da la vuelta, asustada. No es nada. Son imaginaciones. Todo está en la cabeza. Se repite.
Baja las escaleras con una soltura poco habitual para las horas que son. Llega al portal. Un olor a quemado le acompaña….
Algo sin importancia: no se escucha el ruido quejumbroso y habitual de la pesada puerta del portal. Helena, al paso rápido que le marca la música de su móvil, no se fija en la extraña y etérea figura que hace que la hoja oscile hacia delante y hacia atrás. Se desvanece al pasar una anciana, vecina de Helena, pertrechada con su carro de tela, directa al mercado. Ahora sí se produce el sonido de la puerta cerrándose.
Caída del sol. Atardecer plácido. Helena vuelve a casa sonriendo a todo con quien se cruza por la calle. El día no ha tenido nada en especial, únicamente una fiesta por jubilación y la noticia de la muerte de un mecánico del taller donde es administrativo. Sin más. Mientras Helena ha sido resolutiva y ha sacado todo el trabajo adelante, sus compañeros lloraban la desgracia. No lo entendía…
La felicidad se le va apagando, poco a poco, al llegar a su portal. Siente unas manos frías, de dedos largos que le oprimen la garganta. Sin aire y con los ojos fuera de sus órbitas, se da la vuelta para ver quién la está ahogando. No hay nadie. ¿Otro ataque de ansiedad?
Recuperada del susto, rebusca las llaves en su bolso. Una mano arrugada se le adelanta e introduce las llaves en la cerradura. La amable vecina del segundo. Su vecina de arriba.
A la que dejó en una ocasión las llaves de su casa para regarle las plantas durante su ausencia. La que sabe todo de todos los que habitan en el bloque e incluso en el barrio. La viejecita inofensiva en la que todos confían.
Se percata de un olor extraño que le recuerda vagamente a algo. Le llega tenue a su olfato. Algo que había olido hacía poco, algo que había olido hace mucho. Saluda a su vecina y se retira.
Entra en su casa. Se encamina hacia el baño. Se desviste con idea de hacer de los últimos coletazos del verano algo más soportables con una ducha fría. Durante un instante no puede evitar pensar que hay algo extraño en ese día. Un leve destello de ansiedad. No sabe el qué, ni siquiera de si solo había pasado en unas horas o era algo que se había estado apoderando de ella, poco a poco, con el tiempo.
Tan ensimismada está que no oye el casi silencioso chasquido de la puerta principal al abrirse. Ni mucho menos el casi imperceptible arrastrar de unos pasos amortiguados que también se encaminan hacia la ducha. Helena no era una persona que soliese escuchar a su subconsciente. Si hubiese tenido la costumbre de hacerlo, lo habría escuchado susurrar tiempo atrás, intentando ponerle en sobre aviso. Su subconsciente, el que conocía y había observado todos los detalles de todo lo que está pasando a su alrededor.
Si hubiese tenido la costumbre de hacerlo, lo hubiera escuchado gritar en este mismo instante.
***
Al día siguiente de nuevo sus compañeros tienen a alguien por quién llorar. Inexplicable. ¿Cómo es posible un infarto en una mujer joven y activa? La conmoción es absoluta, dos muertes en dos días, aunque nadie las relaciona… Nadie conoce el affaire que ambos mantuvieron hace años, la fría noche de la cena de empresa de las navidades del 2011 en la que consumieron algunas copas de más, y tras la cual el mecánico se ofreció a llevarla a casa porque ella no quería coger el coche.
Nadie sabe, ni sabrá nunca, el desenlace de esa situación: ella le rechazó al día siguiente, incluso le recriminó haber aprovechado su embriaguez, y él no aceptó nunca el rechazo. Su cordialidad en un trato apenas existente escondía la más absoluta indiferencia de ella y el orgullo herido de él, que se fue convirtiendo en una bola de nieve que no paró de crecer día a día ante su presencia.
Solo la vecina de Helena, esa anciana tan cercana a la muerte que puede intuir el otro lado, alertada por el efluvio de gasolina y sudor, se ha asomado a la ventana abierta del patio en esta cálida noche para ser testigo de la venganza.
Leave A Comment