Sus caras serias, inquisitivas —casi se podía decir que, con un leve destello de furia—, escudriñaban a las personas que allí se encontraban sentadas, llegando a incluso hacerles sentir a unos pocos, que estaban siendo juzgados. Mientras, el público observaba al actor y a la actriz que acababan de subir al escenario, a la hora puntual a la que se suponía que debía empezar la función en el Teatro Real. No sabían qué iban a ver; En el cartel de la función solo aparecía el título “La obra sin nombre” en negro sobre un fondo rojo, sin ningún nombre de los figurantes, ni frase promocional… ni siquiera hubo publicidad en ningún tipo de medio. Tan solo, el enigmático cartel que se encontraba colgado en el espacio reservado para las futuras obras que estaban por estrenar, desde hacía algunos meses.
Esperó a que todo el mundo dejara de aplaudir tras la apertura del telón y a la aparición de su compañera y de él mismo sobre el escenario. Esperó dos minutos más para que el silencio calara entre los asistentes, necesitaba que prestasen toda la atención del mundo a lo que estaba a punto de decirles. Vio alguna que otra cara de preocupación entre el público, alguna que otra sonrisa… Sin embargo sabía que todos y cada uno de ellos estaba deseando que empezasen, y sí, tenían el espectáculo del siglo entre manos. Algo que cambiaría la vida de muchos.
O al menos, eso era lo que pretendían aquella noche.
Él vestía con unos pantalones vaqueros simples, unas zapatillas de deporte de vestir negras y un abultado abrigo, algo extraño para la época, ya que el invierno estaba marchándose y con él, el frío, para dar paso a la primavera… A nadie en concreto le importó mucho, total, era teatro, el porqué de determinada prenda les sería revelado tarde o temprano. Ella llevaba también vaqueros y una camiseta de color negro, sobre esta, una chaqueta cerrada por un botón sobre una pronunciada barriga de embarazada, de color roja oscura; del color de la sangre.
Del color del cartel de la obra.
El escenario era por entero negro, haciendo que no se pudiese distinguir dónde terminaba o empezaba.
—¿No estáis cansados de todo lo que os rodea? —preguntó él, con voz profunda y rabiosa.
Los asistentes comenzaron a mirarse entre sí extrañados. Los que ya mostraban desde el principio cara de preocupación, sus expresiones faciales se agravaron más todavía temiendo un monólogo de humor, o tal vez una obra de arte moderno, de esas en las que todo lo que sucede solo tiene sentido en la mente de su autor, acompañada de música electrónica arrítmica y flashes de luces de colores que harían sucumbir a cualquier epiléptico. Los que ya mostraban una sonrisa, esta se agudizó más todavía ante curiosa pregunta, esperando una verdadera interactuación con los actores, esperando algo nuevo que demostrase que la apuesta por aquella obra desconocida, había merecido la pena.
—Sois una mentira y ni siquiera vosotros mismos os dais cuenta de ello —el desconcierto comenzaba a generalizarse.
—Vais por la vida vistiendo camisas, jerséis y demás prendas con logotipos que demuestran que, dichos ropajes no son vuestros, sino suyos, de las grandes marcas… ¡Pagáis por hacerles publicidad, en vez de lo contrario! Os maquilláis para esconder el cansancio o para gustar a segundas personas, utilizáis cremas para esconder el paso natural del tiempo. Actuáis para gustar a desconocidos en vez de ser vosotros mismos.
—Os unís a otras personas simplemente para no estar solos, sin llegar a amarlas nunca. Ofrecéis ayudas —los pocos que llegáis a hacerlo— a organizaciones benéficas para limpiar vuestras conciencias. Cambiáis de canal cuando se os muestra la crudeza de la miseria.
—Os quejáis de la contaminación mientras malgastáis los recursos, mientras cogéis vuestro coche hasta para comprar el pan a doscientos metros. Os quejáis mientras las estadísticas nos sitúan en la cola de Europa en cuestiones culturales, mientras veis programas del corazón y reality shows. Sentís pena cuando os llega la noticia de una nueva especie desaparecida, cuando es vuestro propio consumo el que lo propicia.
—Lamentáis la pérdida de los derechos civiles cuando vuestros votos son los únicos culpables. Lloráis por la pérdida de vuestros semejantes desde la comodidad del sofá de vuestro hogar, mientras pensáis que no es algo que os toque de cerca. Tiráis el exceso de comida a la basura, justo el que necesitan a unos miles de kilómetros, incluso tal vez, a unas cuantas manzanas más allá de vuestra casa, sin ni siquiera planteároslo.
Ya nadie sonreía entre el público. Cada mensaje recorría electrizante cada mente y cada corazón. En algunas miradas se mostraba la culpa. En otras la indiferencia.
—¿Alguno conoce realmente a su vecino? ¿Sabe los problemas que le atenazan? ¿Podríais decirnos cuáles son sus anhelos?
—No hace falta que respondáis. Sabemos cuál es la respuesta.
—¿Cuántas veces habéis escuchado gritos en el hogar contiguo y ni siquiera habéis hecho por llamar a las autoridades? ¿Cuántas veces habéis visto el abuso en una noche a vuestro alrededor y no habéis movido ni un solo músculo? ¿Cuántas veces habéis visto una cara triste en un desconocido y no habéis preguntado?
—Habéis visto la devastación de la guerra en vuestros televisores, sin tomar ninguna medida para ayudar a los más desfavorecidos. No os preocupáis ni lo más mínimo en saber de dónde proceden vuestros alimentos, vuestras ropas, vuestras medicinas, vuestros productos…
—Sois víctimas y cómplices al mismo tiempo de un sistema, de una sociedad que subyuga y oprime, y no reaccionáis ante este hecho. Preferís echarle la culpa al prójimo en vez de buscar la solución común a nuestros problemas. Pensáis que nunca os llegarán, que los errores de otros no son los vuestros mismos, que sois inmunes a los males que nos acechan.
—Pero hoy no seréis más, víctima ni verdugo. No. Hoy seréis parte del mensaje de los sublevados; hoy seréis parte de algo más grande, del principio del cambio. Hoy seréis parte de la revolución inevitable, a la que vosotros mismos nos habéis conducido.
Él se desabrochó el abrigo y lo dejó caer al suelo. Ella soltó el único botón de la chaqueta y retiró la fina prótesis que hacía de barriga dejándolas caer.
Al descubierto aparecieron dos chalecos con muchos cables conectados a bloques alargados de un tono grisáceo. El público comenzó a agitarse, mirándose unos a otros sin saber qué hacer. Un sonido de cerraduras empezó a propagarse por todo el teatro.
—Vuestro destino ya está sellado, junto con las puertas del recinto, como acabáis de escuchar…
—Es inútil que corráis, no hay lugar en el que esconderse…
—Sí, lo que llevamos atado a nuestro cuerpo son explosivos, suficientes como para derrumbar el edificio entero.
—Cualquier intento de acercarse al escenario, hará que estallemos.
—Cualquier voz más alta de la cuenta, hará que estallemos.
El miedo fue la siguiente expresión que apareció en los rostros mudos de la gente. Algunos llantos le siguieron.
—Es el momento de que nuestras voces, las de los desfavorecidos, sean escuchadas…
—Las autoridades están recibiendo en estos momentos nuestro mensaje.
—¡Queremos a nuestros derechos de vuelta, queremos que la educación se restaure!
—¡Queremos que el prójimo deje de mirarse el ombligo y atienda a su vecino!
—¡Queremos que el ser humano deje el materialismo y se preocupe de su entorno!
—¡Queremos que los inocentes dejen de sufrir!
—Queremos un mundo de seres humanos, no de autómatas.
—Queremos que la prosperidad llegue a cada vida de este planeta.
—Queremos que la paz nos gobierne.
—Queremos que el amor, sea verdadero.
La mezcla de emociones hacía imposible adivinar que estaba pasando por la mayoría de las cabezas.
—Para que todo esto ocurra, solo hay un paso más que seguir.
—Para que el mensaje cale en la sociedad, solo se necesita una cosa más.
—Que el mensaje, vaya acompañado de unos mártires…
La pareja del escenario sacó un mando del bolsillo trasero de los pantalones de ella y lo pulsó. Los gritos llenaron la estancia provocando un ruido ensordecedor que no dejaba escuchar nada más.
El chaleco de él expulsó un líquido amarillo fosforescente. El de ella expulsó un líquido naranja fosforito. Del techo cayeron miles de papeles plateados de no más de dos centímetros de largo y de ancho. Desde los antiteatros el confeti fue expulsado hacia el público desde grandes cañones. Desde el escenario sonó “I will survive” de Gloria Gaynor; acto seguido, los actores comenzaron a bailar al ritmo de la música.
Las cerraduras de las puertas de salida volvieron a sonar y estas se abrieron de par en par. En el público algunos comenzaron a salir indignados, gritando a pleno pulmón su enfado. Otros recogieron sus pertenencias con tranquilidad, para salir con una sonrisa. Otros, simplemente, se subieron al escenario a bailar con el reducido elenco de la obra.
La música cesó de repente.
—Antes de que abandonéis esta brevísima obra, queríamos deciros una última cosa…
—Os pedimos que nos guardéis el secreto de lo que acaba de suceder en esta sala. Permitan al futuro público llevarse la misma sorpresa que ustedes acaban de obtener.
—¡Y recordad! La vida es efímera… Disfrutad de cada instante de lo que os ofrece el mundo más allá de esas puertas y no perdamos el tiempo en jodernos los unos a los otros. ¡Vivid y dejad vivir por encima de todas las cosas! —y la música volvió a sonar.
Hubo parte del gentío que solicitó encarecidamente que se les devolviese el dinero, que aquello no podía considerarse una obra de teatro. Sin embargo hubo otros, que valoraron cada emoción de las que habían llegado a sentir durante los escasos minutos de la función, como si fuese la última. El miedo, la pena, la felicidad, la ira… Todo fue real. Al fin y al cabo, aunque breve, les habían ofrecido todo lo que esperaban de una buena obra de teatro.
La función de sus vidas, apenas acababa de comenzar.
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