El silencio inundó de pronto la calle estrecha y escalonada donde se situaba el segundo hogar de Alfred, en San Remo. Un silencio, una calma, que le ayudaba a terminar aquel dulce sueño, a veces, otras, horripilante pesadilla, que inició en un arranque nostálgico y prosaico, aunque él se definía más como poeta.
Dejó reposar sobre la noble mesa de madera su plumín, aquel regalo tan caro de su socio en la empresa y que, a pesar de su pequeñez, pesaba mucho en su consciencia…
Su corazón latía reposadamente y su cabeza empezaba a darle vueltas…
Apoyada la cabeza sobre el respaldo del sofá, empezó a caer en un sopor. Alfred sabía que la muerte se le acercaba pausada, señorial, con su guadaña acechante, pero inexorable. Por eso tenía que terminar su obra, la idea que le había estado machacando cual yunque en la herrería desde que leyó aquella vibrante narrativa de Percy Shelley… Pero tenía tanto sueño, quería dejarse mecer por los delicados brazos de Morfeo y que el final perfecto para su pieza le llegara como una epifanía…
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Toda la corte conocía las andanzas y maldades de Francesco. La maldad era natural en él y, a pesar de su belleza y don de gentes, era la misma encarnación del Diablo, según las malas lenguas. Su forma de andar, altiva y segura, y su mirada penetrante y peligrosa, harían temblar al hombre más fuerte del momento y enloquecer a cualquier matrona romana… Su brutalidad ya la había soportado su segunda mujer, Lucrezia, nombre de mujer fuerte y de grandes valores para los romanos, pero que Francesco burlaba y la sociedad, a su vez, aunque conocía los terribles hechos de marido hacia mujer, miraba a otro lado.
Sus hijos tampoco se escapaban de las iras y lascivias de su padre. Mucho se comentaba de los apetitos sexuales exagerados de Francesco, pero lo que sí era un hecho era la fijación del padre hacia la hija. Desde muy pequeña, Beatrice, mostró sus dotes naturales, no solo físicas, que eran evidentes, más con el paso de los años, sino intelectuales. De muchas formas había intentado alzar la voz Beatrice para denunciar su situación y la de su madrastra y hermanos. Pero toda la alta sociedad perdonaba los desmanes de Francesco. Hasta que, aquella madrugada, tras una de las visitas habituales de su padre a su alcoba, Beatrice decidió denunciarlo a las autoridades… Las consecuencias fueron desmesuradas y ella junto con su madre y Giacomo, uno de sus hermanos, fueron desterrados al castillo de la familia al norte de Roma, a Petrella de Salto.
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Alfred cabeceaba a causa de la fiebre. El sueño le vencía y no lograba enfocar con claridad lo que tenía enfrente. Delante de él, y cerca de la apagada chimenea, una joven de pelo recogido en un pañuelo blanco virginal le miraba con ojos grandes, castaños, sosegados. Alfred creyó que se acercaba adonde se encontraba sentado con las manos tendidas, oferentes…
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Estaba convencida de lo que tenían que hacer. Ya no podían aguantar, ninguno de los que ella consideraba familia, los desmanes y temeridades de su padre. Todas las veces que se acercaba al castillo familiar, para aparentar normalidad frente a los demás aristócratas, sus vidas se tambaleaban y eran sacudidas ferozmente.
En esta última visita, Beatrice había sido violada brutalmente, Lucrezia golpeada y azotada, quedando casi inconsciente y Giacomo y el más pequeño de la familia apresados de pies y manos, sin posibilidad de comer nada hasta que Francesco partiera del castillo.
Pasada una semana desde la última visita, Francesco entraba por la colosal puerta de madera maciza del castillo con una sonrisa triunfal, soberbia, aunque un presentimiento de negrura cruzaba insistentemente su cabeza. No se podía quitar de la cabeza esa sensación de peligro que conseguía que, a pesar de su valentía y arrojo, echara un ojo a sus espaldas inquieto y pendiente de cualquier movimiento extraño que le acechara.
Con el pecho hinchado y muy erguido, mostrando su porte señorial, abrió la puerta que le daba acceso al comedor donde ya estaba sentada toda su familia, extrañamente mansa, y la mesa repleta de manjares. Los sirvientes, como siempre, flanqueando la puerta principal. Francesco frunció el ceño, inquisitivo al ver que todos le rendían una pleitesía inusitada, sin haberles obligado previamente. Al ver la sonrisa relajada de su esposa y el voluptuoso cuerpo de su hija, recubierto de una tela vaporosa que le despertaban sus deseos más primarios, se relajó, se olvidó de sus miedos y se sentó en la presidencia de la mesa a disfrutar de una profusa comida familiar.
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La joven le entregó un objeto que identificó como su plumín. No terminaba de entender qué quería que hiciera él con ese objeto. No podía abrir con totalidad los ojos y ese ente pretendía que se pusiera a escribir… Sentía que lo animaba y tomaba su débil mano y se la acercaba, junto con el plumín, a los papeles que tenía desperdigados sobre la mesa. «Finaliza la obra, Alfred. Te prometo que, cuando termines mi historia, me acompañarás». Insuflado por estas palabras, Alfred tomó con renovadas energías, casi juveniles, el plumín y empezó a poner negro sobre blanco el final de su historia.
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El veneno no había surtido efecto y Francesco había desplegado toda su ira no solo contra su familia, sino contra los sirvientes. En especial, se ensañó con uno de ellos, el más alto y fornido. Al poder subyugar a un hombre más fuerte que él se le sumaba el saber que este era el amante de su hija. No lo dudó y, después de torturarlo, le cortó el cuello lentamente, para que sufriera y supiera, antes de que perdiera el conocimiento, que iba a morir de la peor manera posible, desangrado y como lo que era…
Los llantos de la joven Beatrice le excitaban. De tal manera que, sin pensarlo y poseído por una pasión desenfrenada, se dirigió a su alcoba para, como buen padre, darle un correctivo.
Una sensación viscosa le recorrió el rostro antes de poder entrar en la habitación. Cayó de rodillas ante el umbral justo en el momento en que Beatrice abría la puerta de su dormitorio. Su rostro mostraba una mueca mezcla de repugnancia y satisfacción. Una satisfacción acumulada tras muchos años de vejaciones paternas. Fue ella la que le propinó el peor de los golpes. A ese se le sumaron los muchos del resto de su familia. No oía las risas semejantes a las bacantes en plena orgía dionisíaca de sus seres más queridos lacerando sus miembros, dañando sus órganos, separando sus miembros…
La matanza fue rápida, demasiado quizá para los cuatro asesinos. Se miraron y se sonrieron. La sangre cubría todas las piezas de arte que decoraban el pasillo. Un rojo intenso y coagulado, la sangre paterna salpicaba todo a lo que miraran. Los miembros amputados estaban esparcidos por la magnífica alfombra de piel de algún animal exótico, muy del gusto de Francesco. Beatrice tomó entre sus manos la cabeza de Francesco y la escupió. La rabia al ver esos ojos verdes le impulsaron a arañarla, a pisotearla, hasta que su hermano pequeño, cubierto también de sangre, la abrazó y logró que soltara el cráneo paterno. Había que deshacerse del cuerpo de Francesco para que no los ajusticiaran y debían acordar cómo Francesco había debido abandonar Roma precipitadamente por unos negocios en el país vecino…
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«La mirada vidriosa del pequeño de los Cenci, esa familia malograda por culpa paterna, no podía dejar de escrutar el rostro sereno de su hermana y de su madre. Había sido obligado, como castigo, a presenciar la muerte de sus únicos seres queridos. Madre e hija mostraban una paz inusitada, tras ser torturadas y decapitadas de modo público. Al lado de estas, el desventurado Giacomo estaba a punto de ser desmembrado a manos de aquel verdugo gigantesco y sin piedad. Él sí mostraba miedo en su rostro. La raza de los Cenci se había mantenido en las féminas, no en los varones, pensaba desesperanzado. No pudo soportar el primer crujido de los miembros fraternos y bajó la cabeza.»
Había puesto el punto final a su obra. Notaba que las fuerzas le abandonaban y una blanquecina tranquilidad le envolvía. Reposó la cabeza en el sillón orejero y esperó a que ella, Beatrice, de cuya historia había estado obsesionado desde joven, le recogiera y le condujera a una vida mucho mejor.
La calle estrecha y escalonada, donde se situaba la casa de Alfred, volvía a llenarse de un barullo y de la vida cotidiana.
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