Leer relaja: está demostrado que elimina estrés y ayuda en estados de ansiedad. También estimula la imaginación, nos ayuda a salir de nuestra burbuja de cotidianeidad, de la rutina diaria que el trabajo y nuestras relaciones personales y familiares nos imponen. Leyendo viajamos a mundos imaginarios muy lejanos… o muy cercanos. Al fin del mundo o a nuestro propio interior. Cada libro, cada línea, es una puerta abierta a una realidad distinta a la nuestra y que podemos elegir: biografías o ficción, ensayos, fantasía, terror, humor, aventuras… un escape más que necesario para mentes inquietas y abiertas, un auténtico placer, una delicia. A no ser, claro… que tengas gato.
Ah, que no sabéis qué tiene que ver una cosa con la otra. Que pensáis que estoy mezclando churras con merinas, o siameses con angoras, si nos ceñimos al animal citado en este caso. Pues no, tenéis que saber que no mezclo, exagero ni me invento nada. Solamente intento advertiros de uno de los peligros que tener un lindo gatito (o más, si sois unos insensatos) en vuestra casa, supone para uno de los hábitos, en apariencia, más tranquilos e inocuos como es leer.
Vamos a ponernos en situación, que a mí esto de los ejemplos me gusta mucho. Tarde de abril en casa. Fin de semana. Aunque aún hace fresquito el sol inunda vuestra terraza invitándoos a salir a leer y a disfrutar de los primeros olores de la primavera. Con un libro en la mano y una taza de té en la otra, cogéis sitio en una hamaca estratégicamente colocada para que el sol ilumine vuestras piernas de blancura invernal. Abrís el libro y os enfrascáis en la lectura.
Es vuestro autor favorito, ese que seguís en Twitter y del que tenéis todos y cada unos de sus libros publicados. Es una novela histórica, y os veis metidos en la vida de un mercader de vinos del siglo XI que lucha por fraguar su porvenir enfrentándose al destino que el malvado hijo del Conde de Trent… ¡Au! Algo ha subido a vuestras piernas de un salto. ¡Algo de un peso considerable! Miráis por encima del libro y ahí está él: Misifú. Vuestro gato también quiere aprovechar el solecito y ha salido silenciosamente, como solo los gatos y la vecina que os espía con la oreja pegada a vuestra mirilla por las mañanas saben hacer. El muy listo tiene medio jardín lleno de sol para él solo pero no, él ha decidido que el lugar idóneo para tostarse es sobre vuestras blancas piernas. Igual es menos tonto de lo que parece, igual así le hacen de espejo reflectante y se pone moreno también por la parte de abajo… quién sabe, los caminos de Misifú son inexcrutables.
Aunque en principio esta compañía no formaba parte del plan, que vosotros sois más de parejas normales y no de tríos, la verdad es que Misifú en un encanto. Miradlo, tan mono, taaaaan achuchable, tan redondito… Me da que habéis caído en la trampa.
El gato se acomoda en vuestro regazo, remilgado y cariñoso, de cara al solete. Cierra los ojos y podríais jurar que dibuja una sonrisa de paz y satisfacción en su carita atigrada, haciendo vibrar sus bigotitos blancos al son del ronroneo que empieza a brotar de no se sabe muy bien donde pero sí, de algún punto indeterminado dentro de él. Ese ronroneo que os gusta tanto, que os hace sentir llenos de amor, que os relaja taaaaaanto…
Suspiráis melancólicos y volvéis a levantar el libro para retomar las maldades del hijo del Conde de Trent. ¡Qué capullo, aprovechando su posición privilegiada se las está haciendo pasar canutas al pobre mercader de vinos! El caso es que el hijo del Conde está enamorado de la hermana del mercader de vinos y… ¡Au! El dolor lacerante que hiere vuestros muslos os hace bajar de nuevo el libro. “¡Misifú, esas uñas!”, le gritáis al gato, que ni se inmuta ni las guarda. Ahí sigue, con sus ojos cerrados y esa rara sonrisa felina en la cara, ronroneando al sol de abril… y clavando las dieciocho uñas de sus cuatro patitas en vuestros níveos musletes. Posáis una mano en su lomo, no tenéis muy claro si a modo de advertencia, de gesto tranquilizador o directamente de coger al gato de un puñado y quitároslo de encima, pero decidís que esta última opción quizás no sea la mejor cuando el gato saca aún más (sí, aún más), las uñas y las clava con incisiva rapidez en vuestras carnes. ¡Auuuuuu!
Apartáis la mano a toda prisa y la presión de las uñas se relaja un poco. Solo un poco… Mierda, ¡a ver quién es ahora el guapo que vuelve a tocar al gato! No sabéis qué hacer. Seguís notando dieciocho alfileres sobre vuestros muslos, pero al menos la presión se ha relajado un poco. Miráis al gato y al libro alternativamente, no tenéis ni idea de cómo salir de esta situación. Tocar de nuevo al gato, con infinito cuidado y lentitud esta vez, os confirma que el contacto con el animal solo conlleva más dolor, y definitivamente aceptáis que vuestro apacible ratito de lectura bajo el sol ha llegado a su fin. Dejáis el libro al lado de la taza de té y con ambas manos, desafiando el peligro y encomendándoos a la Virgen del Betadine Transparente, agarráis a Misifú y lo levantáis de vuestras piernas para depositarlo en el suelo. En el proceso sabéis que sus uñas están repletas de vuestro ADN y que ya os da igual la blancura nuclear de vuestros muslos, porque con la de arañazos y perforaciones sangrantes que tienen estáis seguros de que no vais a poder presumir de ellos en público durante unos buenos quince días.
El gato se estira y despereza en el suelo, al lado de vuestros pies, se hace un ovillito, de nuevo con los ojos cerrados y la cara apuntando al sol, y retoma su ronroneo como si no hubiese perforado vuestra carne y vuestra alma hace tan solo unos segundos. Le miráis con resquemor, cabreados pero… es que es tan mono, ¡taaaaaan mono! En fin, la tarde de lectura se os ha ido al traste, que le den al mercader de vinos y al mongolo del hijo del Conde. Cogéis vuestros bártulos y entráis a casa en busca del botiquín y de una tila.
Los gatos son así, no me llaméis exagerada. Vivir con ellos es una tómbola, un sorteo. Hoy te llevas arañazos, mañana besos y pasado bocaditos de amor. Lo que nunca cambia es su carita preciosa y la ternura que sus almohadillas os producen cuando os deja acariciarlas. Leer con gato es complicado, es doloroso a veces, como ilustraba el ejemplo, pero sobre todo es un peligro.
La relación de los gatos con los libros es extraña. Muy extraña. Habréis notado que les encanta sentarse o tumbarse encima de ellos. En serio, dejáis un libro en la mesa, encima de una silla… donde sea. Y apuesto a que en menos de diez minutos tenéis a vuestro gato sentado encima.
Probadlo, yo lo he hecho, ¡y funciona! Funciona también con libretas, sí, y con apuntes y con la carta del banco, para los gatos cualquier cosa es un asiento, pero los libros les atraen especialmente. No los puedo culpar, yo también soy más de papel que de libros electrónicos, ciertamente pero… eh, ¡que también he hecho la prueba! ¡Y también se sientan encima! Creo que es algo que tiene que ver más con la territorialidad felina que con otra cosa. Recordad: todo es del gato. Y cuando digo todo, es todo. Y una de sus formas de demostrarlo, es sentarse encima de vuestros libros.
Para los gatos, los libros son un competidor serio, porque cuando estáis leyendo no les hacéis caso a ellos. Que sí, que vosotros pensaréis: “¿Dónde está el problema?, que se tumbe al lado…”. Pero no, esto no funciona así. Los gatos tienen que ser el centro de atención porque están acostumbrados a ello, nacen genéticamente preparados para serlo, ¿cómo se os ocurre ignorarlos y hacer caso solamente al libro? ¡Insensibles! ¡Insensatos!
Puede que, si vuestro gato aún no ha desarrollado su instinto territorial en todo su esplendor o aún conserva parte de su dulzura, sus intentos de llamar vuestra atención sean tímidos y graciosos. Estaréis leyendo y el gato se colocará zalamero entre el libro y vosotros, o asomará su linda carita por encima de la página que tenéis delante. Quizás apoyará su pata en el libro reclamando vuestra mirada, o en vuestra cara suplicando una caricia… ¡Qué tierno! ¡Hacedle una foto, rápido, esas fotos triunfan como el guacamole en una fiesta de frikis si las subís a internet!
Puede que sea menos tímido y más exigente y se dedique a maullar desconsolado hasta que le hagáis caso, o que directamente sea un dramático de la vida y se tire todo lo largo que es sobre vuestro libro para taparos la visibilidad y obligaros a hacerle caso. Puede que sea un gato kamikaze, que los hay, y se dedique a darse cabezazos contra el libro o contra vosotros. Incluso puede que decida liberar toda su ansia depredadora y asesina y emprenderla a bocados y arañazos con el libro, en un intento de aniquilar a su principal rival en la conquista de vuestra atención.
Sea como sea el hijo del mal con bigotes en cuestión, personalmente os recomiendo leer cuando esté dormido. ¡Sí, como con los niños! Así podréis concentraros y deleitaros en vuestra lectura. Contad con la posibilidad de que al rato Misifú se acerque a vosotros perezoso y se tumbe a vuestro lado, se haga un ovillito o apoye su linda carita de orejas puntiagudas en vuestra pierna o brazo y decida que, por una vez, está bien que su humano pose su vista en algo que no sea él y que podéis disfrutar de su compañía y su ronroneo tranquilizador a vuestra vera.
Eso sí, cuando esto último suceda, disfrutadlo. Disfrutad como enanos del calorcito y el amor de vuestro gato (o gatos), porque ya sabéis que el hecho de que esta vez se os haya aparecido la virgen no implica que vayáis a tener siempre la posibilidad de leer con el bicho al lado. Cerrad los ojos unos segundos y guardad para siempre este adorable momento en vuestra memoria y en vuestros corazones, y dejaos por un momento inundar por la certeza de que, por muy engendro que sea a veces vuestro Misifú, y por muy grandes y alarmantes que sean los peligros de tener gato, no cambiaríais este momento de profundo y pleno amor gatuno y lectura por nada en el mundo.
Pincha aquí para obtener más información de «Peligros de tener gato», de Carmen F. Mat.
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