Bajo la gran cúpula acristalada que embellecía aquel viejo salón, la vieja esperaba paciente. Había aguardado demasiado tiempo allí sentada. Mucho tiempo… No recordaba ni siquiera cómo había llegado a sentarse en aquella desvencijada silla.
La vela titilaba. La médium se pasaba nerviosa la arrugada mano por su tez cetrina. Cargaba con mucha tensión desde la última consulta. Recordaba con una media sonrisa a los últimos clientes. No habían soportado observar la realidad que se materializaba a través de sus palabras y sus ojos. De hecho, de la decena de personas escasas que le habían visitado en este siglo, ninguna había vuelto a salir con vida de aquella estancia. Todos habían muerto envueltos en las tinieblas de sus visiones… y de sus propios miedos.
Aguzó el oído. Los pasillos volvían a moverse por fin. Algún incauto necesitaría de sus servicios. Cerró sus ojos verdes, apagados por el paso del tiempo y por la vejez, para visualizar con claridad los rasgos del visitante. Se sorprendió al notar que no era uno, sino tres los visitantes. Todos ellos asustados por la oscuridad que les rodeaba. Todos ellos agarrados fuertemente de las manos, a pesar de que se acababan de conocer. Todos ellos aterrados por visualizar la luz de una débil vela al fondo, salvación a su desorientación.
Allí estaban a su encorvada espalda. Los notaba, aunque no dijeran nada, paralizados como estaban por tan extraña visión. El más alto de ellos, un chico joven, con barba profusa y cuidada, se decidió a dar un paso adelante. Pero pronto desechó la idea, volviendo a la comodidad del grupo. Se frotaba con rapidez el cuello, se rascaba la nuez, se mesaba la barba. A su lado, la muchacha rubia le miraba con ojos cándidos. Apenas le conocía, pero le había gustado. Ella, rubia, bajita y delgada, daba sensación de enfermedad. Su piel blanca no ayudaba a mejorar la primera percepción. Su mirada, en cambio, era cálida y sólida. Tenía un carácter fuerte, la médium lo notaba. Apartado, aunque no mucho de la pareja, un chico escuálido miraba la escena desde su mundo. Tenía problemas de sociabilidad y no se creía que hubiera podido llegar a ese extraño salón con más gente… Acostumbrado como estaba a la soledad y a la frialdad de su cuarto; a sus escritos y a sus excentricidades; a sus manías y locuras…
Aun tan dispares, todos tenían un nexo común, aparte del horror ante lo desconocido que les depararía aquella masa arrugada que les daba la espalda, y hoy era la noche en la que iban a descubrirlo.
Abrió sus ojos verdes. Alcanzaban un brillo especial, preámbulo de sus macabras acciones. «No os quedéis en la puerta. Pasad», les exhortó con su voz de ultratumba. «Acompañadme esta cálida noche alrededor de la mesa. Por favor, no temáis. Todo lo que yo os anuncie será beneficioso para vuestras vidas, para poder seguir adelante, para superar ese trauma que cada uno de vosotros cargáis. Por eso estáis aquí. Por eso habéis acudido a mí. Por eso me habéis encontrado.»
Como hipnotizados por esas palabras, los tres jóvenes avanzaron hacia la mesa, parcamente adornada: un mantel de un rojo desvaído y un velón, que, aunque era el único punto de luz existente en la estancia, la iluminaba completamente.
Los tres jóvenes se sentaron y, por primera vez, contemplaron el rostro de la vieja médium: un sinfín de arrugas surcaban su cara, una nariz aguileña y una cabellera larga y cana. Los ojos discrepaban de todo el conjunto, ese verdor daba a la cara un aire de juventud, de infinita sabiduría, pero también algo de maldad…
—Tranquilos —comenzó a decir con una voz dulce la médium a los recién llegados—, sed bienvenidos a mi humilde morada. El destino os ha traído hasta mí por una razón: revelaros el origen de vuestras cargas y ayudaros a avanzar. En esta sesión veréis cosas que pensaréis maravillosas e increíbles. No temáis por todo lo que vais a experimentar. Os trasladaré a aquel momento de vuestras vidas, a aquel lugar, donde se desmoronó toda vuestra existencia. Creedme, esta sesión os abrirá los ojos hacia una nueva vida. Avanzaréis, gracias a mí, hacia una vida mejor.
La media sonrisa que estaba dibujada en su cara, cuando terminó de decir estas palabras, aterrorizó a los recién llegados e hizo que la vela disminuyera su intensidad.
—Daos las manos entre vosotros y luego enlazadlas con las mías. No temáis por mi frialdad. Cuando estéis preparados, cerrad los ojos. Una única advertencia —Al decir esto moduló la voz, haciéndola más grave y peligrosa.— nunca los abráis, en tanto estemos en la sesión y, sobre todo, no pronunciéis ningún sonido. Ninguno. Las consecuencias para vosotros podrían ser nefastas. El que avisa…
Adormecidos por la voz de la médium, los tres jóvenes se tomaron de las manos entre ellos y los dos muchachos, que se habían sentado a los lados de la vieja, se aferraron a las manos heladas de la anciana. Un escalofrío recorrió a los asistentes, la médium alzó la voz y comenzó a relatar…
La niebla invadía la calle. No se cruzaría con una sola alma. Enfundado en un abrigo largo negro, bufanda y sombrero de ala ancha, excentricidad que solo se permitía las noches de caza, caminaba con lentitud, altivez y seguridad.
Había sido una noche fructífera. Sus víctimas le habían dado la oportunidad de pensar en sus buenas acciones del día y en lo que se convertía de noche. Con satisfacción aceleraba el paso, para llegar a la calidez de su hogar. La niebla se cerraba cada vez más e incluso él notaba cómo le costaba caminar, como si tuviese que abrirse paso… Además, sentía que alguien le seguía, que le pisaba los talones. Trastabilló y, gracias a un banco que se encontraba en la acera, pudo apoyarse para recuperar la estabilidad. Sentía frío. Cada vez más. Y la sensación de ser vigilado aumentaba. Se deshizo de la bufanda, que, de pronto, le apretaba el cuello como una boa, y se pasó la mano por la barba, perlada de gotas, fruto de la frialdad de la niebla. Se detuvo para recuperar la seguridad en sí mismo. En ninguna ocasión había sentido tanto miedo. Ni siquiera cuando entraba en las casas de sus víctimas a robar. Ni siquiera cuando trapicheaba con drogas para poder permitirse todos los caprichos que sus padres le negaban. Respiró profundamente y pensó en aquella fachada que se había ido forjando, aquella forma de ser de niño bueno por el que todo el mundo le tenía. ¡Cuántas veces se había reído de ellos, de su ingenuidad, de cómo los había ido engañando…! Pero ahora, se sentía en peligro. La niebla hacía que no reconociese su calle, que se sintiese perdido. Tranquilo, se decía, ya no queda nada para llegar a casa. Tienes los bolsillos llenos, eso es lo que te preocupa…
Aumentaba la presión en las sienes, el miedo se acumulaba y la sequedad de la garganta le impedía respirar con facilidad. Se volvió a quitar la bufanda, que le había seguido apretando hasta entonces. No se daba cuenta de lo que hacía. Perdía la noción del tiempo y del espacio. No lograba ver más allá de aquella espesa niebla.
Un chillido histérico se expandía por toda la calle, haciendo que la niebla se abriera, como las aguas ante Moisés. El crujido sonoro de su cabeza contra la acera había provocado que todos los asistentes retiraran la mirada. El asesino salió corriendo, perdiéndose entre el gentío…
De repente, la médium abrió los ojos. Habían vuelto al salón. Los jóvenes seguían con los ojos cerrados y con las manos tensionadas, aunque al barbudo se le escapaba una espesa babilla por la comisura de sus carnosos labios… Estaba cerca de su objetivo, al fin.
La cálida luz de la lámpara de la mesilla, tapada con una camisa interior blanca de algodón, provocaba una sobreexcitación en ella. Tumbada desnuda en la cama, esperaba ansiosa a su nuevo Príapo. Salivaba como el perro de Paulov… Cerró los ojos y se lo imaginó…
Desde que lo vio en el pub, sabía que sería para ella esa noche. Lo deseaba. Había estado coqueteando con él desde que se cruzaron las miradas por primera vez. Una beso furtivo en la barra, ante el asombro de todos los que les rodeaba; un escarceo en el baño, donde comprobó que ese sería el trofeo de esa noche…; toqueteos e intercambios de fluidos a 100 km/h, camino de su casa, donde tenía preparado todo para los asaltos amorosos.
Al incorporarse en el asiento del acompañante, le miró con deseo. Se quedó mirándolo mientras conducía y percibió algo peculiar en su rostro: esos ojos negros, ese pelo cortado casi al cero, los pómulos marcados, los labios finos, sus manos grandes que preludiaban una gran noche. A pesar de ello, un aura de peligro le rodeaba. Pero qué más dará, pensaba ella, lo importante es tenerlo entre mis piernas esta noche…
Sin darse cuenta pasaban los minutos y el cuentakilómetros aumentaba. Apenas tenía la sensación de velocidad ni veía cómo un hilillo viscoso de sangre recorría la frente de su nuevo amante. Ella no contemplaba más allá de esa aventura, no tenía conciencia de que se aproximaban a gran velocidad contra el muro que rodeaba su urbanización…
Los pocos vecinos que a esas horas de la mañana estaban despiertos, bien porque salían de casa a trabajar, bien por sacar al perro, observaban con incredulidad cómo un Seat negro se aproximaba, con la música a todo volumen y con las luces largas puestas, hacia la entrada de la urbanización. A pesar de los gritos, de las advertencias nerviosas, de los aspavientos, no pudieron evitar el fatal choque…
Tumbada desnuda en la cama, esperaba a su nuevo Príapo. Cuando se abrió la puerta, aún con los ojos cerrados, un frío recorrió su espalda desnuda. No se quería mover, esperando las acometidas de su amante. Un breve portazo le indicó que estaba cerca. Una mano enguantada tocó su pelo ensortijado y pegado a su cetrina cara. Recorrió su perfil con delicadeza. No se acostumbraba, a pesar de su trabajo, a ver cómo los jóvenes se sesgaban la vida de una manera tan estúpida. Bisturí en mano sintió que la sangre se le helaba. La muchacha acababa de abrir los ojos…
La boca de la médium se retorcía de placer. Entreabrió los ojos y descubrió que la rubia cambiaba su dulce mueca por una de preocupación… Se acercaba el gran momento y la vieja se relamía…
Solo en el sótano de la casa de sus padres tallaba la madera. Era su única afición desde el accidente. Le gustaba pasar la mayor parte del día en ese frío sótano, destartalado, con montones de basura paterna: aquellas cajas de herramientas que nunca utiliza, recambios, cajas vacías, juguetes rotos que adoraba cuando era pequeño. El paso del tiempo…
Fijó su mirada en el único estante, más o menos ordenado. La mano de su madre se notaba en ese espacio caótico. Se levantó del puf en el que estaba trabajando la madera, sin cesar en su labor, y se acercó a la estantería. Algo brillante llamaba su atención. Hacía mucho que no notaba esa excitación… Debía haberse tomado los antidepresivos hacía media hora, pero cuando se ponía a tallar, perdía la noción del tiempo. El brillo cada vez era más atrayente. Dejó caer la talla y el cuchillo. La talla golpeó huecamente el suelo, el cuchillo rozó, provocando un corte, el dedo pequeño del pie. Ni se inmutó. El brillo era superior a cualquier dolor físico.
Tomó entre sus manos aquella pequeña daga, que había estado expuesta en el salón y que, desde aquel accidente, sus padres decidieron esconder. De sus ojos brotaron lágrimas de felicidad.
Se fijó en el pequeño charco de sangre que se había formado en el suelo por el corte, eso le provocó recordar, recodar el accidente, la sangre, los chillidos. Limpió torpemente el terrazo, se curó de mala manera la herida y, daga en mano, subió a la vivienda, sabiendo lo que debía hacer…
Los chillidos se mezclaban con las cuchilladas y las voces de su cabeza. Los auxilios, los ladridos, la rotura de cristales… Todo acabó al abrir los ojos y darse cuenta de que había perdido el control de sus actos…
La luz de la vela se iba apagando, como la vida de los tres jóvenes que acudieron a la sesión con la médium. Lo que cada uno de ellos visualizó, guiados bajo la fría presencia de la vieja, provocó que, de una forma u otra, rompieran con una de las normas que la médium les había exigido cumplir: el barbudo gritó al ver su rostro desfigurado por el golpe provocado por el choque brutal contra el retrovisor de aquel autobús de línea cuando regresaba a casa, borracho como una cuba, por medio de la carretera; la rubia abrió los ojos al recordar el último orgasmo provocado por aquel semental que la ahogó al apretar en demasía su frágil cuello en el juego sadomaso que tanto le gustaba practicar; y el apocado abrió los ojos y chilló de placer al recordar cómo había asesinado a sus queridos progenitores, aprovechando un permiso carcelario de fin de semana que pasaba en la casa paterna…
Un soplo convirtió el esplendoroso salón en lo que realmente era: un cuartucho de tres al cuarto de un motel de tercera de carretera.
El sonido metálico del cierre advirtió al ama de llaves de la presencia de una esbelta joven, de piel tersa, cercana a la porcelana, de unos ojos verdes vivarachos, que cerraba la puerta con decisión. Se fijó en ella e intentó recordar cuándo había llegado al motel. No lo recordaba. La única persona que había pedido una habitación había sido aquella anciana tan amable que le había leído la mano y que le había dicho que sería madre pronto… Se parecían, pero no podía ser. Esta era joven, bella, llena de vida, la otra era vieja, marchita… Sacudió la cabeza, saludó a la joven cuando pasaba por delante del mostrador de recepción. Miró con exasperación el reloj de pared. Le quedaban treinta minutos para acabar el turno. Otra noche más había acabado sin ningún sobresalto.
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