Charles Brown sonando en el tocadiscos.
El gato apareció en la estancia desde el genkan, la entrada de la casa. Esto extrañó al chico, era raro ver al gato pasearse por ahí. Normalmente, cuando su madre no estaba, se limitaba a dormitar en alguna estantería o en el futón más alejado posible del niño. Este no le gustaba. Se notaba. En general parecía no gustarle el género masculino. Se mantenía a buena distancia de su padre y a él, aunque todavía tenía solamente nueve años, hacía tiempo que le ignoraba conscientemente y con desprecio. Nada que ver con los arrumacos y miradas de amor que destinaba a su madre, poseyéndola con su ronroneo, alterando el mundo para existir solo ellos: la mujer y el gato, la mano y los bigotes, la necesidad y la avaricia de compañía.
Hard times, se llamaba la canción. Tiempos duros.
La canción sonaba apenas, el niño no quería molestar a los vecinos. Así le habían educado, así hay que convivir, que decía su padre. Ser respetuoso y educado, saludar siempre a los mayores, no hacer preguntas a no ser que ellos iniciasen la conversación. Charles Brown y su jazz, siempre jazz, llenaban la ima con su voz profunda y sus saxofones desgarrados. Le gustaba el jazz, la música conseguía hacerle sentir acompañado. Más que el gato, desde luego… Rodó sobre sí mismo hasta quedar tumbado boca abajo en el tatami y poder seguir con la vista los pasos del animal, dejando a un lado el libro que había estado leyendo. Eso pareció no gustarle al felino, que paró en seco y le observó con alarma. Los ojos redondos, las pupilas dilatadas y alerta, captando cualquier movimiento, las patas inmovilizadas en el gesto de caminar, todos los músculos en tensión, el rabo recto… Se observaron el uno al otro durante cinco largos segundos, midiéndose, hasta que el chico pestañeó.
Hablando de los tiempos duros aprendes de los tiempos duros.
El gato siguió andando triunfante, con la cola y las orejas bien erguidas. Había ganado el duelo, y el chico lo sabía. Joder, puto gato… Se mordió el labio con rabia, visualizando un público imaginario que aplaudía al felino y le miraba a él con sorna. Puto, puto gato. No soportaba esa altivez, esa capacidad de desprecio, de decidir por sí mismo. No la soportaba, la envidiaba con todas sus fuerzas. Al maldito gato solo le faltaba hablar. Y el chico pensó en qué demonios podrían salir por la boca de un gato parlante. Se levantó con rabia y haciendo ruido, provocando un jocoso aceleramiento en el andar del animal que le hizo sentirse un poco mejor. Antes de que volviese okaa-san lo buscaría para estirarle del rabo.
Hablaba de una mujer que solo estaba interesada por el dinero.
El gusto por el jazz lo había heredado de sus padres, claro, y también el gusto por la lectura. Ellos eran profesores de literatura, y desde pequeño había tenido decenas de libros a su disposición repartidos por las estanterías de la casa. Cuando estaba sólo veía los libros moverse. No por sí mismos, claro, qué surrealista hubiese sido eso… Los movía la gente que estaba dentro de esos libros. Sus historias, sus pensamientos, querían escapar de ellos. Los imaginaba encerrados entre esas páginas, casi muertos, luchando por querer vivir. Las letras pegadas a sus mejillas, los signos de puntuación hincados entre sus músculos, solos, agonizantes… Y de vez en cuando alguno conseguía desasirse de aquellas líneas y mover el libro que lo contenía; separando apenas sus páginas conseguía abrirlas como si fuesen puertas y asomarse al exterior. ¿Qué pensaría aquella pequeña gente de ese exterior? ¿De su mundo de estanterías y paredes blancas? Lo verían extraño y retorcido, enorme, atemorizante… Se sentirían tan pequeños que la necesidad de volver a la opresión de sus líneas, de sus celosas existencias físicas entre páginas cerradas, podría más que su ansia de libertad. Por eso nunca se alejaban de sus libros, por eso el chico nunca había conseguido ver más allá del leve movimiento de los coloridos volúmenes en la estantería, por mucho que se esforzase. Pero… ¿y si alguno lo había conseguido? ¿Se lo habría zampado el gato? Entraba en lo posible, los gatos como el suyo eran crueles y sanguinarios, no se lo hubiese pensado ni un segundo antes de devorarlo satisfecho. Y entonces… ¿qué haría esa pequeña gente dentro de su estómago? ¿Gritaría, ignorando que nadie podía oírle? ¿Golpearía el interior del gato provocando apenas cosquillas en éste? ¿Moriría irremediablemente digerida por ácidos jugos gástricos felinos, contenta por haberse arriesgado pero añorando la frialdad y la opresión segura de sus páginas?
No habrá más dolor cuando cruce el umbral.
El chico pestañeó de nuevo. Se había quedado absorto mirando los libros de la estantería. Sí, estaba seguro de que se habían movido. Quizás, simplemente, no era el momento de que esa pequeña gente se atreviese a plantarse ante sus ojos, tejiendo hilos casi invisibles de irrealidad. Su mundo era grande y luminoso, el chico debía parecerles un auténtico monstruo. Cada uno de sus pasos sería para ellos como un terremoto enorme que sacudía todo. Él apenas podía imaginar un terremoto de esas dimensiones, uno que pudiese estremecer a una ciudad entera como Kobe, haciéndote caer y perder el equilibrio y las esperanzas. ¿Qué podía haber más aterrador que un terremoto? El chico no podía ni imaginarlo.
Tenía una mujer que estaba siempre a mi lado.
Estiró su cuerpo, todavía pensando en terremotos, en mundos retorcidos y enormes y en gatos. Intentó mover cada músculo, ponerlos uno a uno en marcha como quien da cuerda a un reloj. Cuando fuese mayor saldría a correr cada día para sentirlos, para ejercitarlos, para mantenerlos activos. La gente le preguntaría el por qué de tanto correr y él, con paciencia, les hablaría de correr, de buscarse, de sentirse. Oyó la puerta abrirse y se giró para ver entrar a su madre. Okaa-san se descalzó despacio, dejando sus zapatos y su cartera en el genkan antes de ver al chico de pie en medio de la estancia.
—¿Qué haces ahí parado? ¿Has comido?
—Sí, okaa-san. He comido las edamame y la sopa de kombu que dejaste para mí.
Su madre colocó dos de los futones que estaban apoyados en la pared en el centro de la estancia del ima para que ambos pudiesen sentarse cómodamente, y el chico se dejó caer a su lado.
—He estado leyendo el libro que me dejaste —dijo el chico—. El de “Oliver Twist”.
—¿Te gusta, Haru-chan? —Su madre le llamaba así cariñosamente, pero solo cuando estaban solos. Cogió el libro del tatami con delicadeza—. Es uno de mis favoritos. ¿Le has puesto comida al gato?
—Tu gato no me quiere, pues yo tampoco le quiero a él. Ponle tú la comida, que a mí es capaz de arrancarme un dedo.
—¡Qué dramático eres, Haru-chan! —rio su madre—. ¡Qué exagerado! Pobre, pobre gato… Vamos a hacer una cosa: te regalo el libro. Lo tengo desde que era pequeña. Mira… —Abrió el libro por la primera página señalando unas vacilantes letras escritas con lápiz: “Miyuki”—. ¿Ves? Aquí puse mi nombre cuando era una niña. Ahora tú puedes poner el tuyo. Porque las cosas te pertenecen cuando les pones nombre o cuando las marcas con el tuyo. —Se levantó, cogiendo un lápiz de la estantería y poniéndolo en la mano del chico.— Y ahora voy a darle de comer a Peter. Pobre gato, no me extraña que no le caigas bien.
El chico miró a su madre entrar en la cocina seguida por el gato, que todavía le regaló una despectiva mirada de superioridad de soslayo. Puto gato.
Charles Brown lo sabía, nadie puede pasar los tiempos duros por ti.
Colocó el libro sobre su regazo y preparó el lápiz. Gente pequeña, terremotos, gatos, páginas que aprisionan historias, jazz sonando en su cabeza, pájaros, lunas verdes y enfermizas, adultos que corren para conocerse a sí mismos…
Meneó la cabeza y escribió. Haruki Murakami.
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