La Oscuridad era ya plena, algo extraño para los días que recordaba. Tal vez había ocurrido en alguna otra ocasión, pero ahora era cuando había sido consciente del hecho. Sus compañeros lo trataban con desprecio, siempre fue más inteligente que los demás, pero él sabía que no era cuestión de inteligencia, sino más bien de una mezcla de consciencia y de sentido común. Eran conceptos que se le escapaban, sin embargo, los aplicaba de una manera limpia, concisa y certera.
Se pasaba la mayoría de las horas de luz poniendo sonidos a objetos y seres vivientes y, de vez en cuando, caminaba durante días y días explorando el vasto terreno que se extendía a su alrededor, en búsqueda de nuevos conocimientos, en búsqueda de nuevos objetos o nuevas especies a las que ponerles nombres. Sus compañeros pasaban las horas dando forma a diferentes utensilios. A cada nuevo uso que necesitaban siempre había alguien que encontraba algún tipo de barro, roca o madera a la que darle forma; él bautizaba la herramienta resultante, al principio con gruñidos y silbidos, un tiempo después con monosílabos. Sus compañeros lo miraban mal a cada sonido que pronunciaba, considerando inútil el gesto, pero él continuaba haciéndolo… Sabía que aquello algún día le valdría de algo.
Una duda le rondaba por la cabeza. ¿Cuándo había sido consciente por primera vez de que era más espabilado que los demás seres de su especie? No podía recordarlo, pero habían pasado ya muchas luces y muchas oscuridades. Fue un día cualquiera, pensando en cómo llamar a una especie de soporte sobre el que ponían la comida, para colocarla en lugares altos y así evitar que algunos insectos se la llevasen, cuando cayó en la cuenta de que las horas de luz parecían haber pasado más rápido de lo normal. A partir de entonces ideó un simple sistema para comprobar lo que temía; cogió un número grande determinado de piedras y fue colocándolas desde un montículo a la izquierda a uno nuevo a la derecha. Cada vez que conseguía un nuevo montículo, trazaba unas rayas en la arena con una rama. Lo hizo desde que la luz salió por el horizonte hasta que se ocultó por las montañas. Lo repitió durante varios días, aunque ya en el segundo, pudo comprobar que logró colocar seis piedras menos que en el día anterior… Durante la semana que duró la prueba sus sospechas se confirmaron: La Oscuridad estaba venciendo a la Luz.
Corrió asustado, imaginando todos los males que acechaban en la noche al grupo o en el frío que se calaba hasta los huesos cuando la noche era más cerrada, a avisar a sus compañeros. «Malditos estúpidos… si hubiesen aprendido mis sonidos todo sería más fácil de explicar», pensó. Por el camino se le ocurrió un plan. Buscó las hierbas que las madres les daban de mascar a sus hijos cuando estos hacían demasiado ruido para calmarlos y las machacó mezclándolas con algo de fruta. Cuando todos estaban reunidos al amanecer —algo que siempre solían hacer— les dio a probar la mezcla. Por supuesto la concentración de la hierba calmante era mucho mayor que la que se daba a los niños, por lo que la tribu no tardó en caer dormida, a pesar de la reticencia de algunos a probar algo que aquel extraño individuo les ofreciese. Cuando despertaron se encontraron atados de manos y pies por unas tiras de hoja de palmera y por más que forcejearon, ninguno consiguió soltarse. Enfrente estaba su captor, con un montículo de piedras moviéndolas de un lado a otro. Al cuarto cambio de lugar los aldeanos comprendieron lo que significan las marcas que hacía en la arena, pero seguían sin comprender la finalidad de todo aquello.
Dos días más tarde —aún maniatados, con las piernas y brazos entumecidos, pero bien alimentados al fin y al cabo, ya que su compañero les proveía de comida tres veces al día—, uno de ellos lo comprendió. El secuestrador perfeccionó su sistema, ya que siguió moviendo piedras también en la oscuridad, a la luz de una hoguera. El mayor de la tribu, de unos veinte años de edad, observó que al día siguiente movió menos piedras que en el anterior durante la luz, pero sin embargo más durante la segunda oscuridad que la primera. El anciano había visto a lo largo de su vida como los horrores salidos de la noche acababan con más de uno de los suyos, entonces gritó, intentando hacer aspavientos al secuestrador. Este lo liberó de sus ataduras y el anciano, con señales y rugidos, le dio a comprender que lo había entendido todo… que la Luz desaparecía cada día más rápido, que la Oscuridad tenía cada vez más tiempo.
Con paciencia, entre ambos se lo explicaron al resto de la tribu hasta que todos y cada uno de ellos sabía que estaba pasando, pero… ¿qué podían hacer? Podían controlar cierta parte de lo que sucedía en Tierra Firme, algo de lo que sucedía en el Gran Agua también, pero absolutamente nada de lo que pasaba en el Cielo.
Se parapetaron en una cueva cercana e hicieron acopio de provisiones. ¿Y si al final la Oscuridad acababa venciendo a la Luz? ¿Qué harían entonces? Estarían condenados a desaparecer de la faz de la tierra. Se sintieron pequeños e impotentes, imaginaron grandes fuerzas superiores a ellos que luchaban en la naturaleza, a su alrededor, fuerzas invisibles que se escapaban a su comprensión. Allí, en aquella escurridiza y escondida cueva, aprendían los nombres que El Primero inventaba. Estaban tan muertos de miedo que cualquier distracción serviría de ayuda para aplacar los temores.
Y entonces la comunicación comenzó a fluir entre ellos.
Aún debería pasar algún que otro milenio y muchas generaciones para considerar aquellos sonidos como un lenguaje en sí, pero en aquel preciso instante, se establecieron las bases de lo que mucho tiempo después se llamaría civilización. Pero eso es ya, otra historia…
En aquel momento todos estuvieron de acuerdo en que solo les quedaba una opción: Esperar y observar. Las luces y las oscuridades pasaban, y la negrura vencía cada vez un poco más. La Luz contaba con algunos guerreros que resistían en el cielo nocturno, pequeños puntos que no conseguían frenar su implacable avance, incluso tenía al Gran Jefe de los pequeños guerreros que de vez en cuando aparecía. Cada día de batalla hacía mella en él, la Oscuridad lo iba devorando poco a poco, hasta que acaba retirándose para recuperarse de sus heridas y volver a la lucha. Los aldeanos se abrazaban entre ellos cuando la luz se iba tras las montañas, algunos caían rendidos de sueño y agotamiento, otros pasaban las horas en vela hasta que tiempo después caían como los primeros. Algunos comenzaron a enfermar, otros a volverse locos a no poder soportar la continua debacle, saliendo en mitad de la Oscuridad gritando sin rumbo fijo. Los que lo hicieron nunca volvieron. El primero no cesó en el recuento de las piedras, esta vez ayudado por sus compañeros. Las diferencias entre ellos no significaron nada cuando el mal que les acechaba les afectaba a todos sin distinción.
Y entonces llegó el día en el que sucedió algo inesperado, cuando todos habían abandonado toda esperanza.
La luz comenzó a ganar terreno.
No daban crédito a lo que estaba sucediendo, así que esperaron al recuento de piedras del día siguiente y este lo confirmó. En la noche, uno de los Guerreros de la Luz que luchaban contra la Oscuridad reinante en el cielo, brillaba más que nunca. En el horizonte se podía ver como otros de los Guerreros formaban dos rayas que se cruzaban entre sí, el mismo símbolo que utilizaba El Primero para señalar un montículo de piedras terminado. Lo tomaron como una señal, y desde aquel día supieron que nunca estaba todo perdido, que siempre había un rayo de luz entre las tinieblas, que siempre había esperanza.
Con el paso del tiempo llegó el buen clima y los suelos volvieron a ser fértiles, las enfermedades del frío fueron remitiendo y la alegría inundó de nuevo a la tribu. Nombraron como líder a El Primero y el día a día volvió a su normalidad.
El recién ascendido supo a quién agradecer en aquel momento su buena posición. Caminó durante tres largos días en solitario hasta una llanura entre las montañas y cuando llegó al centro del valle, retiró arbustos, ramas y tierra hasta encontrar uno de los curiosos agujeros que de vez en cuando encontraba en sus viajes; agujeros repletos de tesoros que nadie había visto jamás. Allí dentro, con la poca luz que entraba, pudo ver de nuevo aquel extraño rostro que había fijo en una pared sonriéndole, una especie de piedra pulida, oscura y alargada, un camastro mucho más cómodo que cualquier otro de los de su tribu, hecho con un material desconocido y decenas de objetos de los que desconocía su uso. Volvió a tocar la piedra oscura como la primera vez que estuvo allí, esta se iluminó y de ella salió un conjunto de sonidos agradables, sonidos que nunca consiguió volver a escuchar en ningún otro lugar. Le resultaba divertido ver el pelo que había visto en otros seres coronando la cabeza del inmóvil personaje de la pared y también los extraños ropajes que llevaba, abundantes y llenos de colorido comparados con lo que llevaban los suyos, pero, sin embargo, conseguía ver el gran parecido que había entre él mismo y aquel individuo. Volvió a mirarse sobre la rara superficie que encontró en su día junto a la imagen, que le devolvía su reflejo al igual que un río, pero de forma más clara. Su piel era de un tono muy diferente al rosado de aquel ser, pero a diferencia de sus compañeros, él ya no tenía apenas escamas, sus ojos estaban mucho más juntos, caminaba casi erguido por completo y su tono de piel verdoso era más pálido. Casi podía decirse que estaba más cerca del extraño que de cualquiera de los suyos…
Recordó que al principio se preguntaba quién era aquel espécimen con pelo, pero ahora, tras tantos viajes y no hallarse con ninguno que se le pareciese ni siquiera remotamente y después de los sucesos acontecidos, lo sabía con certeza… Era el ser omnipotente y omnipresente que les había salvado de la Oscuridad.
En silencio se arrodilló junto a la imagen y le dio gracias durante todo lo que quedaba de luz e incluso durante la entonces corta oscuridad. Al día siguiente se encaminó hacia su aldea repleto de energía y esperanza.
El futuro le sonreía.
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