No me gusta viajar. No me gusta nada. ¡Pero nada de nada! Es un auténtico incordio, una ruptura de la rutina, una soberana castaña. Sí, reconozco que soy de rutinas. Me sacas de mis horarios y de mis lugares conocidos, de mi zona de confort, y me vuelvo loca. Me sacan loca, podríamos decir. Con lo bien que está una en su casa, en su rinconcito, con sus costumbres, sus olores, sus ruidos… ¡pues no! A mí, por trabajo, me ha tocado viajar sin parar.
Y no me gusta nada. En serio. Me entran picores cada vez que sé que tengo que salir de casa y subir a un avión, tren o barco. Porque yo he viajado mucho y por más medios que el reloj de bolsillo de William Fogg. Creo que me faltan el globo y el submarino, aunque quizá debería decirlo bajito, no vaya a tentar a la suerte, que es muy perra…
Viajar es un cansancio innecesario y un agotamiento involuntario. Diréis: “Pues cambia de trabajo, hija”. Y os respondo: “¿Creéis que no lo he intentado?”. Lo he pensado mil veces y he hecho varios intentos de dar el salto a otras ocupaciones más estáticas, pero todos sabemos cómo está el panorama laboral actual. ¿En serio creéis que si hubiese encontrado cualquier cosita que no me obligase a viajar tanto no me hubiese agarrado a ella como a una boya en mitad de alta mar? Pero, sinceramente, además de comodona soy un poco cobarde, y dar el salto así porque sí de dejar mi trabajo, estable y seguro, mi comodidad y mi nivel de vida… pues mira, no.
Pensaréis que soy un poco idiota. ¡Que viajar está genial! Mirad, imagino que estará genial cuando lo haces por gusto, con un churri guapo y atento al lado, por vacaciones, con toda la ilusión. Pero viajar por trabajo es la mayor puñeta del mundo moderno. Que digo yo que tanta globalización, comunicaciones ultra modernas y tecnología punta deberían estar al servicio de la sociedad para permitirnos viajar virtualmente a todos los rincones del planeta. ¿Para qué sirven si no? Yo, por desgracia, me veo obligada, semana sí y semana también, a dejar atrás mi cómoda y conocida ciudad para embarcarme en viajes interminables, en conexiones imposibles en aeropuertos extranjeros y en aburridísimas esperas en estaciones de tren dejadas de la mano de Dios.
Los aeropuertos son un auténtico infierno. Primero por los traslados obligados hasta ellos y desde ellos, que siempre están en el quinto pino. Pero, además, es que no hay dos aeropuertos iguales. Lo parecen, pero no. No os dejéis engañar. ¡Están diseñados por arquitectos venidos del averno! Solo con plantarte en mitad de un aeropuerto puedes, más o menos, saber en qué parte del mundo te encuentras. No es una ciencia exacta tampoco, pero estoy segura de que con un poco de atención puedes tener un 90% de aciertos sin pestañear.
¿Pasillos interminables, grises, acristalados por uno de sus lados y llenos de cintas transportadoras, con olor a desinfectante industrial y mármol, granito y acero por todas partes? ¡Estás en Europa, sin duda! Puede ser Frankfurt, el Charles De Gaulle, Firenze o Beauvais… son todos igual de fríos, asépticos y funcionales. Bueno, funcionales por decir algo, ya que los interminables pasillos te hacen perder tanto tiempo que, cuando llegas por fin a tu puerta de embarque, podrías haber hecho perfectamente la mitad de la maratón de Boston así, entre cinta transportadora y cinta transportadora.
¿Entradas sucias y mal señalizadas, en idiomas desconocidos en palabras con apariencia de arañazos de gato, pasillos llenos de roña acumulada hasta el punto de parecer que todo es marrón cuando tu imaginación te dice que alguna vez fue blanco? ¡Estás en Asia, claro!
¿Aeropuertos que desde fuera parecen un bar de carretera en la ruta de Despeñaperros y por dentro podrían pasar por una casa abandonada si no fuese por un señor detrás de un mostrador con una gran sonrisa en su cara? Bienvenidos a África.
En América ya es de traca. Espectaculares y señoriales en el norte, modestitos y funcionales en el sur. De Oceanía, de momento, no puedo opinar… y lo digo también bajito, no sea que allí sea donde vayan a mandarme en globo.
Sea como sea, todos los aeropuertos son un invento de Belcebú. Colas interminables, sudores fríos, puertas de embarque perdidas de la mano de Dios, cafeterías solo aptas para millonarios saudíes y las consabidas máquinas de rayos láser que descubren cada pequeño objeto que puedas transportar y te hacen sentir desnuda y expuesta.
Se nota perfectamente que mi talón de Aquiles son los aeropuertos, pero es que los aviones en sí… ufff… ni hablemos: retrasos, esperas, escaso espacio para moverse, vecinos desagradables y azafatas rancias. ¡Qué os voy a contar!
Los barcos no son mejores. Lo mismo pero con vaivén. Imposible pensar, relajarse o disfrutar del trayecto, como siempre te recomiendan. ¡Totalmente imposible!
Y los trenes lo mismo: siempre me toca al lado la monja, el militar o el hombre de negocios que despliega su oficina portátil sin miramientos ni la más mínima educación, ocupando su espacio y el de al lado. ¡Insoportable!
Vale, estáis pensando que soy una gruñona y una aburrida, que viajar es bonito. Pero yo os he avisado al principio: no me gusta viajar. Aparte de los transportes, ¿qué me decís de los hoteles? Que en internet todos parecen muy acogedores, suntuosos y modernos… ¡Pues va a ser que no! Los fotógrafos de hoteles (junto a los de pisos en alquiler) son lo mejor de lo mejor. Vamos, ya quisieran las mejores modelos del mundo dejarse hacer un book por cualquiera de ellos.
Tú te pones a buscar un sitio donde dormir en la otra punta del mundo. Hoteles de tres, de cuatro, de cinco estrellas… Camas enormes con sábanas primorosamente estiradas, jarrones con flores en la mesita de noche, bombones sobre la almohada y jacuzi en el baño. Y reservas, vaya que si reservas. ¡Quiero pasar las cuatro noches que va a durar este viaje indeseado en un lugar así, en esa cama, oliendo esas flores y con el sabor de esos bombones en la boca!… ¡Cándidos, que sois unos cándidos! Cuando llegues al famoso super hotel spa de hiper mega lujo, después de las esperas en aeropuertos, los taxistas kamikazes y cargaditos de jet lag, deseando descansar en ese soñado hotel, se os va a caer el alma a los pies. Lo siento, pero es así. Jamás una foto de todos estos portales de reservas de alojamientos ha reflejado la realidad. ¡Jamás! En serio, id con las expectativas bajas, porque será más sencillo conformarse después.
Ahora que lo pienso, igual sí que teníais un poco de razón en lo de que soy gruñona y aburrida… Pero es que ¿qué le voy a hacer yo? ¡Soy así! Solo soy una simple maleta de viaje, de las que caben en la cabina de los aviones, de las que arrastráis sin piedad por pasillos de aeropuertos o vagones de tren, de las que tiráis sin miramientos en la bodega de carga y dejáis en el fondo mugriento de ese armario de hotel que tan moderno parecía en las fotos de internet.
Soy así, una triste maleta. Es mi trabajo, no tengo otro ni sé por dónde empezar a buscarlo. Ains… ¡creo que no sirvo para nada más, por mucho que me duela reconocerlo!
Vosotros sois divertidos, vosotros viajáis por placer. Bebéis vinos franceses en la orilla del Sena, conocéis tribus africanas que llevaréis en vuestros corazones el resto de la vida, aprendéis a decir “Hola” y “Gracias” en chino mandarín. Atesoráis experiencias, vivencias, alegrías y amigos. Podéis ver cómo Estambul se acerca en el horizonte desde vuestra ventana del Orient Express y comprar tapices multicolores en el Gran Zoco de Tánger. Recorrer España en tren, embarcaros en el interrail, echaros un ligue alemán en Bonn y enamoraros de un guía turístico de ojos negros en El Cairo.
Pero yo, que solo quiero permanecer tranquila en mi rincón del armario de casa, sufro vuestros viajes, vuestras prisas, vuestros desplantes. Llena a reventar con todos los recuerdos de vuestras aventuras, arrojada sin miramientos por desagradables mozos de aeropuerto, hacinada en bodegas de carga o en compartimentos diminutos sintiendo el vaivén indeseado del barco que os transporta.
En fin, ¿cuándo me daréis un poco de paz? Estoy cansada. ¡Quiero otro trabajo, quiero servir para otra cosa! ¿Qué tal como almacenamiento de calcetines? ¿Eh? ¿No cuela? Ya veo… Tendré que esperar a jubilarme y ser una de esas maletas vintage que sirven para decoración y no para viajar, pero eso está tan, tan lejano…
No me queda otra que esperar y aguantar, que sufrir y resistir. Por desgracia parece que me quedan muchos, muchos viajes por hacer. Y, a mí, no me gusta viajar.
One Reply to “Relato: «No me gusta viajar», de Carmen Flores Mateo”
María del Mar Lana Pradera
Un relato muy entretenido y sorpresivo. Está muy bien, me ha gustado.
Un abrazo.